miércoles, 10 de diciembre de 2025

El hijo del abedul…

El joven Mykola Danylenko miraba por la ventana con una sensación enorme de agotamiento y resignación. Afuera, la nieve comenzaba a amontonarse sobre los techos derruidos de Petrovpavlivka, aquella aldea perdida entre los campos helados del óblast de Járkov. Todo parecía quieto, detenido, como si el tiempo hubiera renunciado a avanzar. Desde hacía meses, sólo veía lo mismo: casas ennegrecidas por el fuego, árboles mutilados, bolas de fuego, y banderas que cambiaba de color según quién empuñara las armas.
Su aldea había sido tomada por las tropas rusas al inicio de las operaciones, luego liberada por el ejército ucraniano en septiembre de 2022. Pero la paz fue un espejismo. En 2024, las explosiones volvieron a escucharse desde el oeste, y este año —como una condena que se repite— los soldados enemigos regresaron. Nadie festejó, ni lloró. Ya no quedaban lágrimas en aquella región del mundo.
Mykola respiró hondo, buscando un olor distinto al del polvo y la leña húmeda. No lo halló. Desde la otra habitación escuchó la voz gastada de su abuelo Yevgueni Petrovich, hablándole al perro como si fuera una persona. Era un murmullo cansado, casi un rezo.
—Tranquilo, Sharik... tranquilo, viejo amigo...
Mykola giró. Lo vio: aquel hombre encorvado, con las manos temblorosas sobre el lomo del animal, abrazándolo con una ternura que dolía. Yevgueni parecía hablarle al perro, pero en realidad le hablaba a su propio pasado. A los días en que aún había pan, música, y vecinos que reían bajo el sol. Aquellos días donde esos dos países en conflicto eran uno…
El muchacho sintió un nudo en la garganta. No había esperanza en esa mirada. Sólo un cansancio absoluto, una entrega muda al destino. Afuera, el viento levantaba polvo de nieve, llevando consigo el olor a pólvora sobre los restos de una escuela bombardeada. Adentro, el silencio era tan denso que si uno contenía la respiración, podía oír el latido del corazón.
Mykola explotó.
El grito salió sin aviso, como si hubiera estado retenido durante años, comprimido en la garganta, oxidado. Destrozó el silencio de la casa con un puñetazo contra la pared de madera. No podía más. Ni una noche más con los vidrios rotos tapados por cartones, ni un amanecer más escuchando el rugido distante de los cañonazos, tampoco quería oír más el zumbido de los drones, ni un día más viendo a su abuelo acariciar al perro como si fuera lo único vivo que quedara en el mundo.
Sus amigos, sus vecinos, sus maestras, todos se habían ido. Cruzaron la línea de contacto con lo puesto, algunos rumbo a Polonia, otros hacia Rusia, buscando parientes, buscando cualquier cosa que no fuera esa quietud de muerte.
Petrovpavlivka ya no era una aldea. Era un cementerio sin lápidas.
Cada día quedaban menos. Sólo los viejos, aferrados a sus casas como los árboles viejos a la tierra: raíces retorcidas que se niegan a morir.
Mykola se levantó de golpe. Abrió el armario y empezó a preparar las mochilas. Una para él, otra para su abuelo. Metió lo esencial: una muda de ropa, una manta raída, un par de medias gruesas. En la cocina recogió lo poco que quedaba —un pedazo de pan negro endurecido, dos cebollas, una cabeza de ajo, medio frasco de pepinos en salmuera, tres papas arrugadas, y una bolsita con granos de trigo—. Nada más. Lo miró todo sobre la mesa y sintió vergüenza: no por la pobreza, sino por haberse acostumbrado a ella.
Salió al patio. El aire cortaba la piel. El árbol del fondo, un viejo abedul, temblaba con el viento. Se trepó, buscó una rama recta, la quebró con esfuerzo y bajó jadeando. Volvió a su habitación, desgarró un pedazo de sábana blanca y lo anudó cuidadosamente al extremo del palo.
Una bandera improvisada. No de rendición, sino de esperanza.
Entró donde estaba su abuelo.
Yevgueni lo miró sin entender. Acariciaba a Sharik, el perro, como si no quisiera soltarlo nunca.
—Abuelo… tenemos que irnos —dijo Mykola, con la voz quebrada—. No queda nada aquí. Nada.
El viejo negó con la cabeza.
—No me iré. Aquí nací. Aquí moriré. ¿Y él? —preguntó, señalando al perro.
—Vendrá con nosotros. Los tres juntos, despacio. Buscaremos a la tía Nadezhda, allá, del otro lado.
Yevgueni lo miró largo rato, sin decir palabra. Su rostro era una máscara de arrugas, cansada, resignada. Pero en sus ojos se encendió algo, apenas un brillo tenue, como una chispa que se resiste a apagarse.
Finalmente, tras un largo y tenso silencio, con la mirada perdida, asintió.
Mykola se acercó y lo abrazó fuerte. Sintió el olor del humo y la piel envejecida, y también el temblor del cuerpo frágil bajo la lana del abrigo.
Afuera, el viento soplaba con la furia de todos los inviernos del mundo.
Adentro, un nieto preparaba el último viaje de su familia.
No muy lejos de allí, en un sótano húmedo reforzado con planchas metálicas y cables que colgaban del techo como venas eléctricas, la unidad de Aerorozvidka se preparaba para otro amanecer de vigilancia. El aire olía a tabaco y a humedad.
El teniente Andrii Kovalenko, de apenas treinta años, frotaba sus manos frente a una estufa improvisada mientras esperaba el relevo. Había dormido dos horas, con el zumbido de los generadores resonando en su cabeza. Al escuchar los pasos descendiendo por la escalera, se enderezó.
Su superior, el teniente Oleksiy Baran, lo recibió con un saludo breve, con un semblante de rutina y cansancio.
—Todo tuyo, Andrii. Nada nuevo por ahora, pero el mando quiere vigilancia constante sobre Petrovpavlivka. Hay movimientos extraños. Puede que los rusos estén preparando un avance o posicionando artillería.
—Entendido.
—Si identificás tropas, tenés autorización para actuar. El dron está configurado en modo ataque y listo, las coordenadas están programadas.
Kovalenko asintió. Sabía lo que “actuar” significaba. En la pantalla, los mapas digitales mostraban manchas térmicas, líneas verdes y sectores rojos. El silencio en la sala sólo era interrumpido por el clic de los interruptores y el leve zumbido de los ventiladores del sistema.
A las 06:47, el dron "Vyriy" despegó desde la terraza del edificio semiderruido. Subió con un zumbido agudo, recortándose contra el cielo color plomo. Andrii lo siguió con la mirada hasta que se perdió entre las nubes bajas. Luego, fijó los ojos en sus lentes de realidad virtual. El horizonte virtual mostraba la silueta rota de la aldea, los campos de trigo calcinado, los caminos cubiertos de de polvo.
Mientras tanto, del otro lado de la línea de contacto, en una improvisada estación de control camuflada bajo una estructura metálica, el teniente Serguei Makarov ajustaba los controles de su dron de reconocimiento “UAV400T”.
El aparato sobrevolaba las mismas tierras devastadas, pero desde otra bandera.
Makarov, con la mandíbula apretada y las ojeras de quien lleva demasiado tiempo viendo el mundo a través de una pantalla, observaba en silencio. Los puntos de calor, los vehículos ocultos entre ruinas, las sombras que se movían en los patios abandonados.
—Subí a doscientos metros y hacé barrido en abanico. No te quedes fijo —ordenó su operador técnico.
—Ya lo tengo. Variando cota. Sigamos el curso del río... —respondió Makarov con voz seca.
El dron ruso y el ucraniano volaban casi sobre el mismo cielo, separados por unos pocos kilómetros de aire helado y un abismo de ideologías. Ninguno sabía que abajo, entre esas ruinas y aquel polvo, un muchacho con una bandera blanca preparaba su huida.
Ambos drones, sin saberlo, se acercaban a él.
Uno vigilaba para proteger. El otro, para eliminar.
El viento soplaba entre los álamos como un lamento entre el horror.
Mykola caminaba adelante, con el rostro curtido por el frío y los ojos fijos en la línea del horizonte, allí donde los campos se fundían con el humo. Cada paso sobre el barro helado sonaba a despedida.
A su espalda, su abuelo Yevgueni avanzaba con lentitud, apoyándose en un palo, respirando con dificultad. Sharik trotaba entre ambos, husmeando la tierra, moviendo apenas la cola, como si intuyera que algo no estaba bien.
El muchacho no hablaba. No podía.
Sabía que ir hacia el oeste era morir. Que los rumores —aquellos que decían que el ejército ucraniano reclutaba a los campesinos y jóvenes por la fuerza— eran lo suficientemente reales como para no tentar al destino. Así que sólo quedaba una dirección: el este. Hacia Rusia, hacia su tía.
Hacia el otro lado de la guerra.
El cielo estaba gris, y el aire olía a hierro oxidado. Mykola llevaba la bandera blanca en alto, improvisada con la sábana de su cama. La sostenía firme, como si en ella estuviera su salvación. Caminaban hacía horas. Ni una voz humana, ni un pájaro. Sólo el crujido del hielo bajo las botas y el sonido de sus propias respiraciones.
Yevgueni se detuvo.
—Mykola... no puedo más... —dijo con un hilo de voz.
El joven le ofreció una botella de agua. El viejo bebió un sorbo y acarició al perro. Por un instante, el mundo pareció detenerse. Pero entonces, llegó el zumbido.
Al principio, lejano. Un murmullo en el aire, como una abeja metálica.
Mykola se tensó. Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Los nervios lo traicionaron: el pulso se aceleró, el pecho se contrajo. Tomó del brazo a su abuelo y le susurró:
—Al suelo, abuelo. ¡Agáchese!
Yevgueni obedeció, cayendo de rodillas en el barro. Abrazó a Sharik con fuerza.
Mykola avanzó unos metros, con la bandera alzada. El sonido crecía. De pronto, lo vio. Un dron “Vyriy”, suspendido en el aire, a unos diez metros frente a él.
El joven tragó saliva. Levantó la mirada, levantó la bandera. Quiso gritar algo, pero el miedo le secó la garganta.
El dron se elevó lentamente, giró, observó al anciano y al perro a la distancia, y volvió a su posición inicial. Luego comenzó a girar alrededor de Mykola, como un buitre curioso.
El muchacho se dejó caer de rodillas, moviendo la bandera con desesperación.
—¡No dispares! ¡No dispares, por favor! —susurró, sabiendo que nadie lo escuchaba.
Entonces Sharik, confundido por el pánico, corrió hacia él. El animal ladraba, daba vueltas, buscaba su mirada.
Y en ese instante, apareció otro dron, idéntico, alineándose al primero. Dos sombras mecánicas en el cielo.
Mykola levantó las manos, implorando. Las lágrimas le empañaban la vista.
El primero descendió unos metros, titubeó... y se lanzó.
Una luz blanca, un rugido seco, un destello.
El cuerpo del joven se desplomó sin rostro, la bandera blanca cayó ardiendo a su lado.
El eco de la explosión se perdió entre los pastizales.
Sharik corrió hacia el cuerpo, gimiendo, rascando la tierra ennegrecida, buscando el olor del jóven entre el humo.
Yevgueni, de rodillas, se persignó una y otra vez, temblando, con el alma hecha cenizas.
Miró al cielo.
El segundo dron seguía allí, inmóvil, observando.
Luego descendió con violencia, repitiendo el mismo gesto asesino, el mismo rugido seco.
El anciano y el perro desaparecieron bajo la misma luz.
La tierra, que había sido campo de trigo, quedó cubierta de silencio y de polvo.
En otro lado, en las pantallas, Andrii Kovalenko y Serguei Makarov observaban las imágenes confusas del impacto.
Uno creyó que había eliminado un grupo enemigo.
El otro grabó el video, sin intervenir.
Ninguno supo jamás que lo que habían borrado del mapa no era un blanco, sino una familia.
Sólo tres manchas rojas que se apagaron en la pantalla, y una bandera blanca ardiendo bajo el cielo.

jueves, 27 de noviembre de 2025

Entre frenadas y miradas…

Creo que estaba en segundo año de la secundaria cuando la vi por primera vez en el 5. Sí, era segundo, porque a la mañana teníamos los talleres y a la tarde las materias generales.
Recuerdo bien el ejercicio de ajuste: un tormento para casi todos nosotros. Consistía en trazar y marcar un hexágono en el centro de una base rectangular con bordes redondeados a lima; luego, con la agujereadora de pie, hacer los agujeros tan precisos como fuera posible. Si tenías suerte, el sobrante se caía solo con un golpe de maza. Si no, a seguir perforando y limando.
Después venía lo más laborioso: desbastar la superficie hasta dejarla plana. Al menos un mes tardábamos en lograr que el hexágono ajustara perfectamente con el rectángulo. Meta azul de Prusia sobre el mármol de ajuste. Al final, se trazaba el centro, se practicaba un nuevo agujero, se roscaba con el macho, y en el torno se hacía, con bronce, un tirador o pomo (nunca supe el nombre exacto de esa pieza).
Las limas de la escuela estaban gastadas, tras años de intenso uso y eso hacía eterno nuestro trabajo. A menos, claro, que fueras lo bastante rápido para estar junto al profe cuando abría el armario: ahí, si eras veloz, conseguías la “bastarda”, la mejor de todas las limas, pero sólo había una.
Yo no tenía esa suerte. Así que más de una vez me guardaba la pieza en el bolsillo del overol y me la llevaba a la casa de Ariel, “el Ángel Verde”, un personaje del grupo de radio con los que hablábamos por la banda ciudadana. En su taller había limas buenas y una morsa. No necesitaba más nada.
Salíamos siempre rápido de la escuela por la tarde, hartos de estar todo el día adentro, caminando hasta la esquina de la Av. Olivera y la calle Rodó. Si hacías el trayecto a buen ritmo, alcanzabas a subir al interno 721 de la línea 5, que era el primero que pasaba, sino teníamos que esperar diez o quince minutos al próximos. El que manejaba “el loco”.
Le decíamos así por cómo aceleraba y frenaba. Tenía la última unidad palanquera que quedaba en servicio, chasis Mercedes Benz, tres puertas laterales y piso alto. En la primera acelerada, la inercia te dejaba a mitad del bondi. Las señoras se quejaban, pero para nosotros era una bendición: en diez minutos estábamos en casa, aunque termináramos golpeados y amontonados al frente o atrás por sus aceleradas o frenazos bruscos.
En una de esas sacudidas, mientras escuchaba Hermética en el walkman, me llevé puesta a una chica. Le pedí disculpas al instante, sin verla todavía. Cuando me giré, quedamos frente a frente, en silencio.
—No pasa nada —me dijo, sonriendo con gentileza.
Se me cayó el auricular izquierdo —siempre se me caía—, pero no podía salir de ese letargo. Era rubia, de unos 1,68m, ojos marrones, pelo hasta los hombros, jeans obscuros y un pulóver gris, simple. El resto del viaje lo hice atontado, con la mirada perdida en ella. Al bajar, por alguna razón, guardé el boleto.
Esa noche, hablando con Facundo por radio, le conté lo que me había pasado. Después de un rato de cargadas, entendió que hablaba en serio.
—Tranqui, boludo, no te la vas a cruzar más. Miles de personas viajan en el bondi —dijo entre cambio y cambio.
—Pero llevaba mochila… capaz que estudia por acá cerca.
—Olvidate, no la vas a ver más.
Y tuvo razón: no la vi por un mes.
El recorrido en bicicleta era siempre el mismo cuando iba a lo del “Ángel Verde”: Albariño hasta Zuviría, de allí derecho hasta el Pasaje Güiraldes, y de allí, por Crisóstomo Álvarez hasta Murguiondo. Una tarde, yendo hacia allá, la vi cruzando la plaza de Crisóstomo Álvarez y Güiraldes. Me quedé tan pasmado que casi me atropella un taxi. Ese día supe que vivíamos cerca.
Un mediodía, salimos del taller con Facu y Gustavo y fuimos caminando por Av. Alberdi hasta la calle Pola, donde trabajaba Miguel, un viejo loco de la radio que había vuelto a poner en funcionamiento el equipo después de 10 años y nos encontró a nosotros en frecuencia. Vivía cerca de nosotros en Monte y Pola.
En el cruce de Alberdi y Olivera, la vi bajar del colectivo. Cruzó y siguió caminando por Alberdi. Como íbamos en la misma dirección, no parecía que la siguiera, aunque por dentro sentía que sí. Iba con los chicos hablando de heavy metal y guitarristas, cuando la vi entrar en la Escuela Yrurtia. Ahora todo tenía sentido: vivíamos y estudiábamos cerca.
Esa tarde no llegamos a tiempo para las clases de teoría, así que pasamos el resto del día en el parque Avellaneda, riendo, tomando sol y escuchando música.
Cuando volví, de lejos vi venir el bondi del loco. Corrí y logré subir. Apretado entre la gente, me fui abriendo paso hacia el fondo… y ahí estaba ella.
Viajamos juntos hasta que bajé. Ese día también guardé el boleto.
Con el tiempo se volvió una especie de ritual: cada vez que la veía, el boleto iba al bolsillo y del bolsillo a mi escondite.
A veces compartíamos una sonrisa cómplice cuando cruzábamos miradas y alguno de los dos se distraía con los arranques o frenazos violentos del colectivo. Una tarde, alguien se levantó de un asiento individual; le hice un gesto para que se sentara, pero ella negó con una sonrisa y señaló a una señora que, como un rayo, se adelantó. Me encogí de hombros, sonreí, y noté que no me habló porque llevaba los auriculares puestos. Me sentí un idiota.
Así fueron pasando los meses. Nunca me animé a hablarle. Llegó diciembre y con él, el fin de clases. El verano se asomaba, aunque empañado por mi materia previa de matemática. Me pasaba las noches hablando por radio y las tardes andando en bici o jugando al fútbol.
El año siguiente fue distinto. Casi no la veía, salvo algún martes o jueves. Yo estaba en otra, saliendo con Mariana.
Una tarde de lluvia, el piso del colectivo estaba muy resbaloso. El loco frenó de golpe y la inercia la trajo directo a mis brazos. Casi caemos los dos, pero la sostuve de milagro.
—¿Estás bien? —pregunté.
—Sí, gracias. Casi me mato —respondió sonriendo, mientras separaba su cara de mi pecho.
—Está espantoso esto —dije, buscando prolongar el momento.
Pero una vocecita infantil la llamó desde atrás:
—¡Ceci! Vení, ¿estás bien?
—Perdoná, mi hermanita —me dijo con dulzura y una sonrisa.
—Por favor —respondí, haciendo un ademán con la mano, señalando en dirección a la pequeña. Otra vez el destino jugando en mi contra.
Cuando el colectivo frenó, caminé hacia la puerta y me miró por última vez. Sin hablar, sólo movió los labios, diciendo: “gracias”. Respondí bajando levemente la cabeza y cerrando los ojos, como un acto de caballerosidad. En ese instante supe su nombre: Cecilia.
Después de eso, nunca más coincidimos en aquel año. Sólo una tarde, cuando estaba en sexto año, la vi subir mientras yo bajaba. Guardé también ese boleto.
Pasaron los años. Una mañana de sábado, camino a rendir un final, la vi de nuevo. Era obvio que era ella, aunque distinta: más grande, el pelo más corto, con reflejos más claros que le iluminaban su cara. Leía unos apuntes con expresiones algebraicas de interés compuesto; supuse que estudiaba administración o contaduría. No me vio. Bajó en Once, en Bartolomé Mitre y Pasco. Yo, unas cuadras más adelante, en Montevideo.
Desde entonces, nunca más la volví a ver.
Hace un tiempo, revolviendo mi baúl de los recuerdos, encontré los boletos que había guardado. La impresión térmica se había borrado, igual que su rostro en mi memoria.
Y pensé en cómo el tiempo, paciente y silencioso, se encarga de limar las aristas de todo: los amores, los rostros, las calles, los olores. Igual que en el taller, donde la lima gastada borra las marcas del metal hasta dejarlo liso, el tiempo también desgasta lo que alguna vez fue importante.
Quizás eso sea crecer: aprender a aceptar que algunas huellas, por más que las guardemos, se borran para siempre, como aquellos boletos.

viernes, 7 de noviembre de 2025

El pastel de papas…

No es novedad para todo aquel que me conoce un poco que el pastel de papas es mi comida favorita. Durante un tiempo quise jugar al arqueólogo y buscar, capa tras capa, el origen de aquella predilección. Pero todo intento fue en vano.
Aunque, en una de esas exploraciones, me encontré con un recuerdo que pensé que se había perdido en las profundidades...
Lo habíamos planeado durante toda aquella semana, desde el lunes en que me llamó por teléfono. Siempre lo hacía después de cenar, al volver de la técnica, antes de irse a dormir. Esa noche me contó que sus padres viajarían a Necochea junto a su hermano y que saldrían el viernes por la tarde.
—Entonces vos también vas —respondí con un dejo de tristeza.
—No, bobo —me dijo entre risas—. Me quedo. Les dije que teníamos el cumpleaños de Érica, en el Tigre, con lancha y esas cosas.
Se hizo un silencio.
—¿Te dejaron? —pregunté con profunda curiosidad.
—Sí, es re loco, pero me dijeron que no había problema, siempre y cuando vaya con Cinthia.
Bueno, genial —dije, intentando sonar neutral. Ella comenzó a reír.
—¿Ves que no entendés? —me dijo, bajando la voz—. No hay ningún cumpleaños de Érica. Mañana arreglo todo con Cinthia para armar un plan juntas, por si la llaman desde la costa.
Una sonrisa se me dibujó de lado a lado. Si algo me gustó siempre fue ser cómplice, y más aún cuando se trataba de que ella me hiciera la segunda… o viceversa.
Desde hacía tiempo veníamos buscando una oportunidad para estar solos, para tener mayor intimidad, y todo parecía indicar que el viernes sería esa oportunidad tan esperada. Los días fueron pasando uno a uno: por la mañana, la fábrica; por la tarde-noche, la escuela. Recuerdo bien el miedo que me producían materias como Hidráulica y Máquinas Hidráulicas, Resistencia de los Materiales y Termodinámica. Me demandaban mucho tiempo entre semana, y ni hablar los fines de semana. Por eso me propuse no dejar nada pendiente y llegar al viernes sin obligaciones.
No sé si les pasa, pero hay algo en el viernes. Una sensación, una promesa de que todo puede cumplirse. Llega el viernes, tipo 17 hs, y el cuerpo sabe que un milagro puede ocurrir.
Por eso, ese viernes, salí de la fábrica y me fui a casa. Como siempre, me saqué la ropa del trabajo y la puse para lavar, y de ahí me fui directo al baño para darme una larga ducha. Todo tenía que salir bien.
Me afeité hasta quedar suave como colita de bebé y me puse un poco del buen perfume que tenía mi viejo en un cajón. Luego elegí bien la ropa: quería que fuera cómoda, pero no muy informal. Tampoco quería demasiada formalidad.
El calor todavía estaba presente a finales de aquel marzo, así que la elección recayó en una remera de mangas cortas, un pantalón de jean claro y una campera, también de jean, un poco más obscura.
Miré la billetera: tenía algo de plata de la quincena anterior. Agarré la mochila que había preparado con un cambio de ropa y otros menesteres, y le avisé a mi madre que pasaría el fin de semana en Del Viso con Germán. Luego del clásico interrogatorio, logré aniquilar cada una de sus dudas y estaba presto para continuar con el plan.
Salí despacio hacia la parada del colectivo cuando noté que no tenía cigarrillos. Crucé la avenida, compré un box y unos chicles. A ella no le gustaba el olor a cigarro, por eso siempre llevaba chicles de menta fuerte, que a veces reforzaba con caramelos de mentol.
Le pregunté la hora a Maxi, el kiosquero, y me dijo que eran las 18:40hs. Le agradecí y pensé que no quería llegar demasiado temprano; no quería que se notara mi ansiedad. En nuestro llamado de la noche anterior habíamos quedado en que llegaría rondando las 20 hs. Así que encendí un cigarrillo y caminé hasta la parada del 5. Me apoyé en la esquina, como siempre, mientras fumaba y esperaba. Saludé a Luquitas, que se iba al club, y a Norma, que me dijo que me abrigara, que seguro refrescaba a la noche.
Trataba de disimular, pero no podía. Entonces llegó el primer bondi y me subí.
El viaje hasta Caballito demandaba poco más de treinta minutos. En vez de bajar en Acoyte, prefería hacerlo en la siguiente parada, atravesar el siempre inquietante Parque Rivadavia, llegar a la avenida del mismo nombre, cruzarla, pasar por el puente y así desembocar en la esquina de su casa.
Le pregunté la hora a un hombre al pasar: 19:20hs, pibe —me respondió con sequedad. Caminé hasta enfrente de su esquina y prendí otro cigarrillo. Cuando iba por la mitad, escuché desde la ventana de arriba que alguien me chistaba. Miré: era ella.
—¡Chhh! Apagá eso y vení, que te abro —me dijo.
Enseguida me puse un chicle en la boca, tiré el cigarrillo y crucé.
—¡Contraseña! —se escuchó del otro lado de la puerta.
No sabía qué decir, así que dije lo primero que se me vino a la cabeza:
—Pastel de papas.
La puerta se abrió y me abrazó. Me recibió con un beso interminable. Luego me tomó de la mano y, yendo ella adelante, subimos la escalera. Ver su figura desde atrás, subiendo con tanta naturalidad, es algo que aún hoy atesoro en mis recuerdos.
Entramos. Dejé la mochila en su habitación y, al volver, me dijo:
—Poné algo de música que nos guste a los dos.
Nunca le gustó el heavy metal que yo escuchaba, pero tampoco quise imponerle nada. Por otro lado, su gusto musical no iba más allá de lo que sonaba en las FM de la ciudad. Me dirigí al mueble con CDs y, tras una larga búsqueda, encontré algo que podía no ser tan malo: ¿Dónde jugarán los niños?, de Maná. Con un poco de dudas y angustia lo puse en el minicomponente. En instantes, la música comenzó a sonar.
Entonces noté que ella estaba en la cocina. Fui hasta allá y la vi en plena acción.
Apoyé el mentón sobre su hombro, abrazándola por la cintura, y observé cómo cortaba una cebolla morada, pero también había blancas.
En la mesada había un morrón colorado, otro verde, aceitunas, cebolla de verdeo… y papas. Eso último me llamó la atención, pero me impacientaba verla trabajar y yo sin hacer nada.
—¿Dónde están los huevos? —pregunté.
—En la heladera —respondió.
—¿Tres están bien?
—Mejor uno más —dijo, y me guiñó un ojo.
Sonreí y busqué un jarro para hervirlos. Luego tomé un cuchillo y me dispuse a cortar los morrones. Creo que devolvíamos una imagen hermosa: los dos tomando mate, charlando, haciendo chistes, riendo, trabajando al unísono mientras preparábamos la cena.
Terminé con los morrones y saqué la jarra del fuego. Ella seguía concentrada, cortando el verdeo.
—¿Querés que pele y corte las papas? —le pregunté.
—Dale, haceme ese favor —me dijo.
Sonaba Cómo te deseo cuando la vi sacar dos zanahorias de la heladera, pelarlas y comenzar a rallarlas. Extrañado, le pregunté:
—¿Para qué eso?
Ella me miró sobre el hombro, con una mueca pícara.
—¿Todavía no sabés lo que vamos a comer, no?
La miré desafiante.
—¡Empanadas! —aventuré.
Ella estalló en una carcajada.
—Ay, Roberto, a veces sos un tontito —dijo, y siguió en lo suyo, cocinando la carne picada.
Le cebé un mate y me pidió que rallara el queso que había en la heladera; después, que cortara un poco de cuartirolo en dados. Imaginé que sería para empanadas de jamón y queso, pero no fue así.
Sacó las papas del fuego, las escurrió con cuidado, buscó la manteca y la leche. Mientras lo hacía, me mandó al comedor a poner la mesa, y luego me pidió que fuera al almacén de la vuelta a comprar unas cervezas.
Al volver, el olor lo revelaba todo: era inconfundible. Subiendo las escaleras, podía saborear la cena antes de llegar.
Cuando nos sentamos, sonrió con ese gesto tan suyo y me dijo, casi en secreto:  —El truco está en agregarle zanahoria rallada.
La miré con ternura y le dí un beso. Ella jamás supo cuál era mi secreto, ni cómo preparo el pastel de papas. Nuca más volvimos a coincidir en la cocina como aquella vez, ni nos reímos como con aquella película de sobremesa…
A veces pienso que la vida se parece a ese plato: una capa de cosas que se van mezclando, de dulces y saladas, de lo que fue y de lo que todavía podría ser.
El tiempo pasa, ninguno de los dos estamos en la vida del otro, claro, pero hay sabores que resisten al olvido. Y uno se da cuenta de que, al final, no era la comida lo que más le gustaba, sino el haber compartido aquel momento, el nosotros, el milagro simple de haber estado ahí, juntos.

miércoles, 29 de octubre de 2025

Martita...

Tenía doce años cuando empecé con esa costumbre de ir a la terraza después de merendar. Lo empecé a hacer a finales del invierno, cuando comenzamos a volver caminando de la escuela y así ahorrarnos los centavos del bondi para gastarlos en el kiosco de la esquina de Albariño y Echeandía. Salvo mi primer año de vida, viví toda mi infancia y adolescencia en Villa Lugano, sobre la calle Albariño, entre la Av. del Trabajo (Eva Perón) y Hubac. Desde aquella terraza, veía el barrio como si fuera un mundo entero que se movía en cámara lenta: colectivos, bicicletas, autos viejos, camionetas y camiones que salían del depósito de al lado, vecinos que barrían la vereda o salían a tomar fresco con una silla plegable en la puerta. Y siempre, en alguna esquina, alguna historia o grafiti.
Todos en el barrio conocíamos a Martita.
Vivía justo enfrente, medio en diagonal de casa, con sus padres, Cacho y Graciela. La casa tenía un balcón que daba a la calle y una terraza muy visible desde la mía. Por eso, a veces, me tiraba panza abajo sobre la membrana caliente para mirar sin que se notara. Un día, le pregunté a Bruno —mi vecino de enfrente, el que siempre usaba pantalones anchos y andaba en musculosa— por ellos, y me contó que Graciela se había quedado ciega hacía dos meses, por cataratas. Cacho trabajaba en un taller mecánico en Mataderos, y salía todos los días a las siete de la mañana. El Chevy marrón que manejaba parecía un barco encallado: la pintura carcomida, los guardabarros oxidados y un humo azul que dejaba una marca en el aire cada vez que lo lograba arrancar. Pero él lo intentaba y conseguía poner en marcha, religiosamente, todos los días. Volvía a las doce para prepararles el almuerzo a Graciela y a Martita, y a la una ya estaba otra vez en la calle, hasta las siete de la tarde. Decían que no le gustaba que nadie lo ayudara.
Martita tendría unos diecisiete. A nosotros, que éramos unos mocosos de primaria, nos parecía enorme. Siempre flaca, de pelo obscuro hasta los hombros, la piel blanca y algo tostada a medida que se acercaba el verano, y una forma de moverse que hacía que más de uno se callara a mitad de partido cuando la veía pasar. Usaba remeras cortas que le dejaban el ombligo al aire y jeans claros que le marcaban la cola y resaltaban su cintura. El almacén de Don Cosme estaba a media cuadra, y cuando ella iba a comprar algo, hasta el portón del galpón contra el que jugábamos al fútbol parecía estar esperando verla.
Una vez, tiramos la pelota a propósito para que rodara a sus pies justo cuando pasaba. Yo salí corriendo a buscarla, y en el apuro me tropecé con una baldosa floja que a penas sobresalía. Caí de rodillas frente a ella. Me ardía la cara del golpe y de la vergüenza. Martita se agachó, se rió suave y me preguntó si estaba bien. Yo asentí como un idiota, mientras ella me ayudaba a levantarme. Antes de irse, me dijo: “Ojo con el colectivo cuando cruces.” No sé si fue su perfume o el calor de la tarde, pero todavía, si me esfuerzo, puedo recuperar aquel olor de ese momento.
Ese verano conoció a Luciano. En el barrio le decían Lucho. Vivía por Miralla, cerca del pasaje Posta de Hornillos, y laburaba en la cancha de paddle que estaba justo frente a la escuela primaria, a mitad de cuadra. De noche, cuando cenaba temprano y subía a la terraza con el telescopio, escuchando charlas por banda ciudadana en el walkie talkie, lo veía aparecer por la esquina. Miraba para todos lados, como si lo persiguiera la policía o la madre de alguien, y trepaba por la reja de la ventana que daba sobre Albariño, se apoyaba usando el hueco del medidor de luz que estaba entre la casa de Martita y la de al lado. Desde ahí se impulsaba hasta una cornisa baja y de un salto llegaba al balcón que daba a la terraza. La primera vez casi me da un infarto del susto. Después empecé a esperarlo, baja el volumen del Walkie Talkie, para no llamar la atención y lo espiaba llegar. Cada vez que Martita dejaba una lámpara encendida allá arriba, sabía que era la señal. Ese era su código, aquella era la señal para el encuentro de los enamorados.
Siempre me escondía para que no me vieran. Había algo en espiar que mezclaba vergüenza y fascinación, como si uno supiera que estaba mirando un secreto que no era nuestro y, aun así, no pudiera dejar de hacerlo. Así las noches iban pasando, a medida que los encuentros se iban consumando.
Ese fue mi último verano antes de empezar la secundaria. Entré a la técnica y dejé de estar todo el día en el barrio. Veía menos a Martita, salvo los fines de semana, cuando jugábamos a la pelota en la calle. A veces salía rumbo al nuevo supermercado chino de la avenida, o la veíamos yendo a lo de Lucho. Pero ya no era lo mismo: los veranos se terminan sin hacer ruido, ni anuncios importantes.
Una tarde volví y la calle estaba agitada. Había un patrullero, una ambulancia, vecinos en la vereda señalando con la cabeza. Le pregunté a Norma —la de la otra esquina— qué había pasado. Me dijo que Graciela había muerto y que Cacho, al encontrarla, se descompensó. Lo habían llevado al hospital. Martita no paraba de llorar y Lucho la sostenía de atrás mientras subían a la ambulancia. Al final no fue un infarto, como se decía, sino un ACV. Cacho quedó con medio cuerpo paralizado, sin poder volver a trabajar al taller. Martita dejó su trabajo de medio tiempo en la tienda de ropa de la avenida y se quedó a cuidarlo. Lucho se mudó con ellos, tiempo después. De a poco, ella empezó a desaparecer del barrio. No de golpe, sino como se va apagando una radio con pocas pilas.
Pasaron dos años. Yo crecí, empecé a salir con Mariana y un día volvimos caminando por Albariño después de bajar del 5. Todavía se sentía el calor que irradiaban las paredes y el olor a diesel quemado quedaba en la calle tras cada pasada de un colectivo. De pronto, la vi venir de frente. No sé por qué me puse nervioso. Cuando estuvimos cerca, levanté el pecho, tragué saliva y dije un “hola” casi ridículo. Ella sonrió apenas y me respondió igual. Mariana me miró de costado y me preguntó quién era. “Una vecina”, dije mientras cruzábamos la calle, como si no hubiera sido parte de mis veranos más callados.
La volví a cruzar tiempo después. Algo en su forma de caminar se había vuelto más lento. Estaba rara, distintita. Su cara parecía más opaca, algo no me cerraba en su semblante. Doña Mirta, la verdulera, le comentó a mi vieja mientras elegían tomates, que Martita estaba embarazada y que Cacho estaba cada vez peor de salud. Aquello terminó de confirmar lo que había observado, sin saberlo: algo se le había ido antes de tiempo. Un día, meses después, la vi en la avenida. No la habría reconocido si Lucho no la llamaba desde la carnicería. Vestido floreado largo, panza enorme, el pelo mucho más largo y apagado. Su cara, hinchada de cansancio. Las ojeras parecían dibujadas con carbón. Me impactó la escena, no por pena sino por una especie de injusticia por el paso del tiempo: como si la vida le hubiera cobrado con intereses por algo que ella nunca firmó.
Me llevó tiempo notar que el Chevy marrón ya no estaba en la esquina. Pensé que Lucho lo había llevado a arreglar. Pero una tarde, volviendo de la escuela, escuché a Fabiola decirle a Mirna que lo habían vendido y que Cacho estaba muy mal. Caminé los ochenta metros hasta casa con una incomodidad que no supe nombrar.
Unos meses después, de madrugada, estaba hablando por radio, en banda ciudadana, con Facundo, cuando de la nada, se escuchó un llanto que rompió con el silencio de la noche, sin dudas fue un movimiento raro en la cuadra. Me asomé por la ventana y en pocos minutos llegaron una ambulancia y un tiempo después un patrullero. Ahí entendí todo: Cacho se había ido. No tuve que bajar, ni acercarme para saberlo. Sentí la necesidad de acompañarla, de abrazarla, pero nadie quiere eso de un extraño, menos de 16 años.
No vi más a Martita con la beba por el barrio. Dijeron que se había mudado con Lucho, a Flores, a lo de un familiar de él. Desde entonces, no supe más nada.
A veces, cuando paso por Lugano o cuando escucho el nombre de alguna calle del barrio, me pregunto en qué momento exacto dejamos de mirar lo que teníamos delante. Pienso en la terraza caliente bajo mis codos, en el Chevy marrón, en aquella lámpara incandescente encendida como señal secreta, en la voz de Martita diciéndome que mire al cruzar. Y entiendo algo que de chico no podía: que uno no sabe cuándo está viendo a alguien por última vez, ni en qué esquina se parte el destino de una vida que parecía ir para otro lado.
Y entonces me pasa lo mismo: me quedo callado, miro el recuerdo como quien espía desde una terraza, y siento que el paso del tiempo no es hacia adelante, sino hacia adentro.
 

martes, 14 de octubre de 2025

Cuatro sombras en la plaza…

La tarde mendocina hervía, como siempre, despacio bajo un sol de enero que parecía caer en diagonal sobre las veredas. De nada ser vía refugiarse en las arboledas aledañas a las acequias. En el centro, el colectivo de la línea 1 avanzaba por la avenida San Martín como un animal cansado, resoplando entre frenadas bruscas y cuerpos apretados, cansados y sudorosos. Dentro, pegada a la tercera ventanilla del lado del conductor, que se empañaba por su tibia respiración, se encontraba Jessica, una chica de poco más de veinte años que observaba los árboles rectos de la calle Colón mientras se mecían apenas con el viento seco y caluroso. Tenía los auriculares puestos, pero la música de los Rolling Stones se desdibujaba entre las conversaciones ajenas, las vibraciones plásticas y metálicas y un bebé que lloraba desesperadamente en la parte trasera. En su mochila llevaba apuntes subrayados a medias y fotocopias arrugadas; había dejado la facultad a mitad del año pasado y había vuelto sólo por el orgullo de su madre, Estela. Su padre Pablo, en cambio, le repetía que eligiera algo “serio” porque soñar no pagaba las cuentas. Sintió el peso de esas palabras como si todavía le martillaran la nuca. Miró su propio reflejo distorsionado en el vidrio y deseó, apenas como un pensamiento fugitivo: “Ojalá alguien me entienda.”
El colectivo frenó a la altura de calle Espejo y el sonido del timbre se mezcló con un frenazo que hizo tambalear a los más distraídos. La chica descendió con una torpeza disimulada, sostuvo la mochila con fuerza y dejó atrás el murmullo embotellado del vehículo. El aire exterior le recorrió la cara, le pareció casi tan pesado como el de adentro del bondi.
A unas cuadras de ahí, sobre calle 9 de Julio, un hombre mayor, Oscar, caminaba con pasos contenidos, como si las baldosas pudieran romperse bajo sus zapatos gastados. Llevaba desde hace unos días una camisa beige desteñida, un pantalón marrón obscuro de pana y una bolsa de plástico en la mano derecha, que crujía con cada oscilación realizada por sus pasos. Dentro había medio kg. de pan, tres manzanas pequeñas y un blister de pastillas para la presión. Con la mirada perdida en algún lugar del horizonte, pensaba en su pasado; había sido mecánico durante cuarenta años en un taller de Godoy Cruz, pero ahora, con la jubilación mínima, apenas le alcanzaba para vivir con decoro. Lo frustraba no el presente, sino la idea de haber sido víctima de un sistema que no le permitiera vivir mejor. También pensaba en su difunta mujer, Margarita, que había fallecido hacía un mes. Pasó frente a un local cerrado, con sus persianas grafiteadas, y vio el reflejo borroso de su silueta inclinada. Una lágrima se le escapó por el barranco de sus ojos. Sin pensarlo, y sin decirlo tampoco, le pasó por dentro una frase que no tenía destinatario visible: “Ojalá alguien me entienda.”
Se ajustó la bolsa contra el cuerpo y siguió rumbo hacia la Plaza Independencia, buscando sombra y un poco de aire fresco.
En el Hospital Central, las luces frías y blancas parecían no tener reloj. La sala de guardia estaba llena de murmullos, toses, olor a desinfectante y café recalentado. Sentada en una de las sillas de plástico, una mujer joven, Sandra, sostenía a su hijo, Tiziano, dormido sobre sus piernas. Él respiraba con suavidad, agotado por la fiebre que recién había cedido hacía una hora. En su mano izquierda tenía arrugado un papel con resultados clínicos que todavía no se animaba a abrir. Había llegado de Guaymallén a las cuatro de la mañana, después de una noche sin dormir, y ahora el cansancio le vibraba en los huesos y nervios. Durante muchos años se la rebuscó trabajado como vendedora ambulante y últimamente limpiaba casas por horas; la vida se le había vuelto una sucesión de esperas, dilaciones y trámites postergados. Le acarició el pelo al niño, lo acomodó contra su pecho y contuvo un suspiro que no quería convertirse en llanto. Fue entonces que sintió, como una oración sin voz, el brote silencioso de un deseo mínimo: “Ojalá alguien me entienda.”
Se puso de pie con el chico en brazos y salió por el pasillo hacia la calle Alem, buscando un pedacito de tarde que no pesara tanto como el agobiante interior de aquel lugar.
En la Plaza Independencia, un adolescente, Matías, estaba hundido en el banco de cemento como si formara parte de él. La pantalla del celular iluminaba su cara con un brillo que contrastaba con la sombra de los árboles. Hacía rato que no recibía mensajes y jugaba con el brillo como para mantener los dedos ocupados. Su hermano mayor, Nicolás, se había ido a Chile hacía dos años, prometiendo volver, pero sólo enviaba mensaje de voz esporádicos que sonaban alegres y levemente ajenos por el acento de su voz que se iba mimetizando de a poco con el chileno. La casa se le había vuelto demasiado grande, demasiado quieta cuando, Olga, su madre salía a trabajar. Observó a un grupo de chicos patinando cerca de la fuente, pero no se levantó, el calor era insoportable. El cielo empezaba a dorarse detrás de los edificios y algo en su pecho se tensó con discreción. Apenas movió los labios, dejando escapar un murmullo inaudible: “Ojalá alguien me entienda.”
El sol comenzaba a declinar su presencia, cuando los cuatro, sin saberlo, empezaron a converger hacia el mismo borde de la plaza. Jessica que había bajado del colectivo cruzó por la calle Rivadavia, rodeando un puesto de diarios que estaba cerrado. Oscar dobló desde Colón con su bolsa de plástico aferrada al costado. Sandra salió del hospital y caminó despacio por avenida España con Tiziano dormido en sus brazos, siguiendo la línea de los plátanos que daban sombra intermitente. Matías, cansado de esperar un mensaje que no llegaba, se puso de pie con cierto desgano y caminó hacia la esquina más cercana, junto a las baldosas húmedas de la fuente principal.
Allí, en una vereda donde nadie se conocía, los cuatro se cruzaron sin mirarse demasiado, apenas compartiendo el mismo aire que comenzaba a tornarse tibio, que arrastraba olor a tierra regada y restos de smog. Jessica ajustó la correa de su mochila, Oscar cambió la bolsa de mano, Sandra resguardó el cuerpo dormido de Tiziano contra su pecho y Matías guardó el celular en el bolsillo trasero del jean.
Ninguno habló. Ni siquiera se detuvieron. Pero en el instante sutil en que sus pasos coincidieron sobre las baldosas claras, algo los envolvió como una corriente muda, una verdad compartida que no necesitaba palabras. Y sin saber por qué, o quizá sabiéndolo demasiado, el mismo pensamiento se encendió en la profundidad de cada uno:
“Todos estamos rotos.”
No hubo pausa dramática ni miradas reveladoras. Sólo el murmullo de la ciudad, el cielo ardiendo en tonos rosados, y cuatro vidas distintas que, por un segundo, respiraron la misma herida.

viernes, 26 de septiembre de 2025

Soliloquio con Romina I...

No espero que me respondas, sólo te pido que me escuches esta noche. Sé que nunca vas a estar de acuerdo, pero hay muchas cosas que no sabés y que quiero decirte. Es probable que no te gusten las palabras que elija, ni el tema, porque sé que te incomoda, pero ya sabés, nunca me sale mentir.
Durante años creímos que el compromiso estaba arraigado al amor, que allí es donde nos encontrábamos con el otro; pero en realidad, descubrimos que era un pacto de dependencia afectiva que encubre lo que llamamos estabilidad. El deseo de construir y de funcionar, con el tiempo se disuelve al comprobar que la validación hacia el otro se convierte en una misión emocional que requiere ocultar necesidades personales para el funcionamiento medido de la intensidad y convivencia. El desequilibrio crece, al igual que la necesidad de presencia del otro, pero el esfuerzo pasa a ser una obligación y no una elección.
Adaptación, ese término nos conoce mejor que nadie, conoce nuestros cambios en los tonos de voz, sabe de nuestros gritos silenciosos para no mostrar una imagen agresiva, reconoce nuestros filtros en forma de oraciones para no incomodar al otro, nos observa realizar concesiones diarias, guardar silencio, para mantener una paz, tan frágil como cualquier inicio de discusión que se avizore en el horizonte. Dejamos de ser nosotros, para ser un reflejo de lo que la imagen que nos formaron de chicos quiere que seamos, de lo que el otro quiere que seamos, pero como todo reflejo, desaparece con el paso del tiempo.
Abandono disfrazado de silencio, de rechazo, de seriedad. Lo vivimos, los ejercimos, lo conocemos bien. El temor de parecer unos villanos al enfrentarnos a valores con los que crecimos y que no comprendemos del todo ahora, porque no somos los mismos, porque nuestros rostros y gestos emigraron y en el presente nos encontramos con la representación de lo que somo y que muchas veces choca con lo que fuimos. Aquel lazo histórico con nuestras creencias hace tiempo que comenzó a debilitarse, y lo peleamos, creo que inútilmente.
El insomnio, vos sabés de lo que hablamos, de esa ansiedad que no decrece, ni se va con el correr de las horas. Damos vueltas en la cama, la cabeza no nos dice nada, los ojos están cerrados, pero sin embargo no conciliamos el sueño. ¿Cuándo nos olvidamos de nosotros para no ser olvidado por los demás? La validación, los sobresfuerzos, la presencia, las ceremonias y rituales diarios, pierden sentido, porque hay algo que se despertó y que no quiere volver a esconderse.
Nuestro cuerpo, la mente, el espíritu, todo nos clama por aire fresco, por una nueva aventura que rompa con la parsimonia de la rutina burguesa que nos creamos. Aquello que es cotidiano e insaciable, pierde fuerza. Entonces nos alejamos, respiramos profundo, vemos a la distancia y encontramos aquello que habíamos perdido por mantener el nosotros… La paz deja de ser un premio. Y así, con decisiones microscópicas, seriedad y silencio, comenzamos la reconstrucción, creemos que es definitivo, pero sin rencor, ni con manifestaciones de necesidad.

lunes, 8 de septiembre de 2025

Soliloquio con Romina...

No espero que me respondas, sólo te pido que me escuches esta noche. Sé que nunca vas a estar de acuerdo, pero hay muchas cosas que no sabés y que quiero decirte. Es probable que no te gusten las palabras que elija, ni el tema, porque sé que te incomoda, pero ya sabés, nunca me sale mentir.
Nuestras relaciones dejaron de ser románticas para convertirse en un espejo que refleja lo que los demás esperan de nosotros. Si aquello no se cumple, se descarta, por su inutilidad. La entrega se oxida y la sensación de vacío crece de manera descomunal. La seducción, el refuerzo del vínculo, se vuelve algo rutinario, agotador y predecible. Ya hemos visto parejas que terminaron por lo mismo, y aunque buscamos resistir, conocemos como termina aquel tango. Nos volvemos indiferentes por supervivencia.
Con el correr del tiempo aprendimos a aguantar, todo: los dolores, las pérdidas, los sacrificios con vista en el futuro. Las promesas jamás cumplidas se volvieron una rutina y la esperanza perdió el valor que otrora supo tener. Nadie sabe ver el sacrificio que todo ello conlleva, el peso se hace más grande e invisible y al hastío comienza a germinar. Un contrato existencial inexistente que se formaliza de hecho, un grito acallado que se subraya entre líneas.
Durante años se nos crió con el mandato de que debíamos ser fuertes para soportar las adversidades de la vida y con esa premisa, nos fuimos fabricando máscaras, pero nunca alcanzó, siempre se nos pidió que seamos más fuertes. Cuando lo logramos, se nos solicitó un poco más de sensibilidad. A ello se le fue sumando que seamos estables y agradecidos, empero también, que no nos volvamos aburridos con el personaje que nos solicitaban ser. “Tenés que estar al servicio para ser reconocido” … Y así cada vez nos fuimos alejando más de quiénes éramos. Y así, dejamos de ser nosotros, para ser otros.
La herida se ahonda cuando uno se la pasa queriendo merecer al amor. La ilusión se cristaliza, la mirada se pierde y opaca, y entonces, de a poco, uno se va convirtiendo en un fantasma que recorre lugares conocidos en la búsqueda de olores, sabores y sensaciones familiares, pero que ya no están. Por consiguiente, los mensajes se hacen distantes, los gestos como flores desaparecen, como también las ganas de sorprender al otro. El silencio gana territorio.
Nos acusan de ser egoístas, de estar alejados, de no hablar tanto y es que cuando uno busca la paz en un mundo que exige otras cosas, encontrarla es la mayor de las victorias. Aquella victoria no es demostrable, pero se siente cuando mojas los pies en el arroyo mientras contemplas las estrellas en la noche, o manejas kilómetros para llegar a un lugar inexplorado. No es necesario medir las palabras a utilizar, ni gesticular menos. Elegimos que no queremos soportar más lo que antes nos curaba.
Nos volvimos fríos, nos cambió el mundo, la cicatriz muestra lo que fuera una herida que ya no duele, pero está allí con su marca. El renacer es crudo y doloroso. El sobrevivir o salvarse, se convierte en la nueva premisa. El mundo no es el mismo, porque no somos los de antes. La ilusión queda tapada por la realidad, los sueños se vuelven de cabotaje. Ahí es donde nos reencontramos, exploramos nuevos lugares en nosotros, buscando la comodidad.
Todo grito es urgente, pero en nuestro nuevo despertar, el silencio labra el surco con su profundidad. La ausencia se hace presenta ante las exigencias, de los intentos de relacionarse soportando reproches. Una brújula marca el camino donde dejamos de buscar el agrado de los demás, para encontrarnos.

sábado, 30 de agosto de 2025

Deslumbramiento...

Cuando eliminas lo imposible, lo que queda es siempre descorazonador. Tristeza es una palabra pobre para describir lo que nos pasa, pero siempre se torna difícil adjetivar cuando el concepto es enorme y las palabras no alcanzan.
Las respuestas a las preguntas pueden deslumbrarnos; es siempre curioso como a veces, se oculta todo bajo ese brillo. Es difícil ver con ese resplandor, pero es mejor que no ver absolutamente nada por la obscuridad. En aquel deslumbramiento nos solemos hallar desnudos ante lo impensado, y también, fortificados en una nueva convicción, pero lo que verdaderamente importa es permitirnos saborear aquel destello, quitándonos el velo y aceptando que no sabemos nada, ni siquiera quiénes somos.
Hay tantas verdades como visiones, eso suelen decir. No se puede volver al pasado para ser testigos de lo ocurrido, pero siempre se puede buscar la verdad en los vestigios de los testimonios, en las miradas, en la efusividad de sus gestos, en lo que los pensamientos de las personas y en lo que sus interpretaciones derivan y convidan.
Algunos fulanos, sabiendo que van a morir, cuentan su historia. No somos nada más que eso... una historia. Muchas veces, la historia que nos llega está viciada de interpretaciones, matices y sesgos; y convierten aquella original en una nueva versión. Como humanos que somos, nos encanta confundirnos y conformarnos con aquello que mejor se adecúa a nuestros razonamientos, perspectivas, vivencias, creencias o realidad. En esas aguas seguras, nadamos, conformistas, celebrando el paso de los días.
Las historias le dan sentido a la existencia, al mundo. Nos hacen humanos y de cierta forma nos reconforta todo eso. Contarnos historias, aunque no sean ciertas, nos hace lo que somos.
En la vida nunca tenemos toda la información, hacemos lo que podemos con la información que tenemos y esperamos que eso sea lo indicado.
Mientras caminamos esta avenida de una sola mano, algunos nos divertimos jugando con los pequeños, riendo, enseñando, emborrachándonos y enamorándonos de señoritas inalcanzables, sólo para saborear por breves instantes, un poco de la razón y el sinsentido de todo esto que no comprendemos y que evadimos interpretar. Pero a veces, uno llega a distinguir cierto brillo en los ojos de los que entienden un poco más, un brillo opaco qué al ser advertido, nos dice...

miércoles, 2 de julio de 2025

Irán... pronto Pakistán

Ya se sabe, nada bueno viene tras citar al "mundo libre", aquella definición ambigua y atlantista que acuña occidente como un bien adquirido, resguardado en portaaviones y submarinos nucleares, protegidos con escudos misilísticos bajo el nombre de Dios. Sólo basta con no pertenecer en credo, o plantear una diferencia disruptiva para que la alarma suene, para que una sirena se active y con ella, la mirada del "bien y el orden" caiga sobre un nuevo, o no tan nuevo objetivo.
Los mapas, otrora fuente invalorable de información, hoy son un lienzo donde se perfilan las acciones a seguir, desde un país que no tiene frontera reconocida, producto de una promesa en antiguos escritos sagrados y sostenido por potencias vencedoras (y no tanto) en la última gran guerra. Aquellos protocolos de supuestos sabios guían el accionar de gobiernos que se dejan abrigar por aquellas ideas y definen los destinos de quienes están en su mira.
Y lo sabés bien, no existe el ataque preventivo, sólo la diplomacia lo es. Cuando los gritos de guerra suenan, es muy sencillo dejarse llevar por ellos. Es el día de hoy que me pongo a reflexionar, y como resultado de ello, entiendo que los conflictos entre países casi siempre son por cuestiones limítrofes. Desacuerdos fronterizos o conflictos entre naciones son la mecha que incineran todo. Pero me cuesta mucho comprender los conflictos entre países o naciones que están distantes, toda vez que carecen de sentido común.
Mi país tiene un conflicto eterno con una potencia  a más de diez mil km, que sólo se sostiene por aquel antiguo orgullo colonial y en respuesta al gran sacrificio que tuvo que hacer para mantener aquel enclave en las gélidas aguas del Atlántico Sur. Al parecer al sionismo no le alcanza con Palestina. Debía ir a buscar una excusa a dos mil km de su frontera para afianzar su dominio en la región. Según se puede observar el procedimiento es de lo más sencillo: sólo basta con afirmar que un país tiene armas nucleares, armas de destrucción masiva o químicas para que con total impunidad y sin control alguno, se desarrollen acciones militares preventivas... No es conveniente enviar misiones de paz de la ONU, tampoco veedores internacionales para constatar la veracidad de las afirmaciones. Ya lo vimos con Irak hace tiempo.
No deja de dolerme "el mundo libre", con su visión occidental, atlantista, anglosionista que no permite, ni respeta las diversidades culturales, o deseos soberanos de naciones que no se alineen a su visión global. Me duele que se llevan adelante atrocidades como las que vienen ocurriendo desde hace décadas. Me duele que sea en nombre de la libertad. Me duele que el mundo libre no lo sea, ni permite que cada nación busque en el futuro el camino que mejor crea conveniente. Me duele a mi, te tiene que doler a vos, aunque sea un poco, aunque no estén del todo de acuerdo, porque en el interior, si respirás profundo y lo pensás bien, con seguridad vas a cuestionar el método, y si así lo hacés, entonces, estás cuestionando lo mismo, y eso no hace libres.

lunes, 2 de junio de 2025

El reloj de arena…

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos. Recuerdo que estaba algo nervioso por volver a verla, pero también sabía que debía enfrentar esa situación. Había algo que me lo pedía en mi inconsciente.
Encendí el motor y el ciclo Diesel respondió como debía hacerlo. Respiré profundo y fijé la vista más allá del capot. La ruta estaba llena de camiones y polvo, el viento hacía gala de su presencia tirando hacia la derecha. Con movimientos calculados trataba de mantener el rumbo, a sabiendas de que no iba a ser sencilla aquella noche…
Una vez allí, bajé de manera instintiva, casi sin pensar y toqué el timbre. Miré al piso mientras la puerta se abría y en un instante el mundo se detuvo al escuchar su voz. Todo era familiar, como si el tiempo no hubiera pasado. Su mirada, su sonrisa, sus ademanes. Puedo jurar que la iluminación fría no me molestó.
Me invitó a sentarme mientras sacó una botella de vino. Sabía como agasajarme. Nos miramos un rato, sin decir una palabra, contemplando lo que el paso del tiempo había hecho para los dos. No sabía que decir… calculo que ella tampoco.
Con su ternura habitual me preguntó cómo estaba; yo intenté disimular mi realidad entre arcaísmos y sinécdoques. Ella me miró, me conocía bien, sin embargo, prefirió creer en mis argucias y subterfugios. Sabía que era vano cualquier intento para ahondar más allá en detalles. Su mirada estaba intacta, llena de esperanza y alegría (aunque en el fondo yo veía más).
Sacó un reloj de arena, como si fuera una maga, lo hizo desde abajo de la mesa. Quedé anonadado al verlo. Su risa dijo todo, sin decir nada.
—Este reloj de arena lo compré pensando en vos —dijo, con tono misterioso—. El tiempo no es eterno, por eso te propongo que mientras dure lo que la arena nos permita, seas totalmente sincero conmigo.
La miré de reojo, sabía que el duelo no era de igual a igual, menos cuando jugaba de visitante. Sostuve mi mirada, serio, pensando en sus palabras.
—¿Cuál es la trampa? —pregunté con una sonrisa.
—La trampa es que sólo vos podés responder o hablar. Yo sólo escucho, pregunto y veo —respondió, con un brillo perspicaz en sus ojos marrones, mientras servía una copa de vino para ambos y le dio un fuerte sorbo a su copa.
Quedé expectante, algo en la propuesta no me gustaba, si me pongo a pensar en aquel momento, hubiera querido un mano a mano, un ida y vuelta. Pero siempre con ella las cosas no me salen como quiero y de algún modo, con el paso del tiempo entendí (comprendí), que el timón siempre era suyo.
—Acepto —dije—, pero con una condición.
—¿Cuál? —preguntó, frunciendo el ceño.
—Que finalizado el ritual, me des el beso más hermoso.
Ella rió, con la ternura que la caracterizaba.
—Vamos a ver, depende de cómo salga —arremetió.
Sonreí, sin dejar de ver sus labios.
Entonces, dio vuelta al reloj de arena y mirándome fijo dijo:
—El tiempo corre, como corre la vida. Sabés que no es algo infinito, por eso es que voy a ser rápida en algunas cuestiones, y te pido que no me vengas con divagues heroicos o divagantes—exclamó, clavando su mirada en la mía.
—Así será —respondí, sin dejar de sostener mi mirada en la suya.
—¿Cómo pensás tus próximos años? —indagó con astucia.
—No lo sé. No me veo con un horizonte claro en el futuro. Estoy tratando de sacarme el enojo de los últimos meses… mis pérdidas, mi lejanía. Veo todo como si estuviera observando desde un catalejo. Todo es distante, a veces medio borroso, veo niebla —respiré profundo, buscando aclarar mis ideas— creo que perdí el rumbo, otra vez. Ya no me conmuevo con las cosas que antes lo hacían. Intento encontrar belleza en donde la encontraba y no la hallo. Creo que me encerré en mi seguridad… mi casa, mis mascotas… quizás en alguna historia que invento.
Ella me miró, haciendo un leve gesto de asentimiento.
—Vos sabés, tanto como yo, que cuando caiga ese último granito de arena, no nos vamos a llevar nada. Y si te animás a pensar en serio, sabés que, a lo mejor, nada de esto tenga sentido— dije, dando un sorbo profundo a la copa.
—No te ponga metafórico —dijo, sirviendo un poco de vino en mi copa— A este ritmo vamos a necesitar un tubo más.
Sonreí, pensando que era inevitable lo que proponía.
 —¿Qué venís pensando en este tiempo? —propuso, bebiendo vino, sin dejar de mirarme a los ojos.
—Creo que en nada —respondí, dándole un sorbo corto a la copa.
—Dale, te conozco. Veo cuándo te evadís —dijo entre risas.
—¿En serio? —indagué.
—¡Claro!, te veo en los gestos. Tomar vino, evadir la mirada, esa mueca que ponés con los labios de costado —dijo—.
En ese momento, me sentí incómodo, como si estuviera desnudo, a la intemperie.
—¿Estás triste? —preguntó tras un silencio—.
—Creo que si —dije sin pensar— pero siempre estoy triste.
—¿Por qué? —interrogó con argucia.
Sonreí, una forma estúpida de evadirme.
—Creo que es porque no se me da el mundo a mi forma de ser.
—¿Y cómo es ese mundo? —consultó.
—Menos injusto —respondí de modo espontáneo.
—Pero entonces lo que vos querés es una utopía —inquirió.
—No, no soy tan romántico, sólo quiero algo más justo, algo que entiendan todos —respondí mirando al reloj.
—¿Y cómo es eso? —preguntó acercando su mano a las mía.
Pude sentir el frío de sus manos en las mía. Recordaba bien esa sensación.
—Tenés las manos frías —dije.
—Y los pies también —respondió.
—Entonces vayamos a calentarlos —propuse.
Ella sonrió. Me miró fijo y con su pierna, por debajo de la mesa, acarició la mía.
—No te olvides de la propuesta que consensuamos —dictaminó.
La miré con ternura, sin proferir palabra alguna.
—¿Extrañás al pasado?
—Si, claro, siempre —respondí, con seguridad.
—¿Por qué?
—Creo porque es… —miré al reloj de arena— porque no se puede cambiar, no se puede volver, porque es lo que nos hace lo que somos.
Ella me miró, se quedó pensando un instante, luego miró al reloj. Sonrió, finalmente.
—¿Volverías a Buenos Aires? —preguntó, mientras tomaba vino.
—Creo que no —dije de manera rotunda.
—¿Por qué? —preguntó mirando el reloj de arena que se que agotaba y volviendo su mirada a la mía.
—Porque no hay nada allá que me conmueva —respondí.
—¿Y acá? —disparó como un arpón.
—Tampoco —solté sin pensarlo.
Ella me miró sorprendida, mientras acabábamos la botella de vino. Se levantó sin decir palabra alguna buscar otra botella, mientras mi mirada no se apartaba de aquel reloj.
—¿Quién sos? —preguntó mientras descorchaba la otra botella.
—Un tipo que, como muchos, hace lo que puede, con lo que tengo, con mi educación, con mis valores, con mi nivel cultural. A veces hago las cosas equivocándome —hice una pausa para beber— busco que los demás encuentren la felicidad, el placer intelectual y cultural, y creo que lucho y trabajo por eso… quiero morir pensando que trabajé por ello y que lo que hice trascienda mi vida…
Ella asentía mientras hablaba, midiendo mis palabras.
—Pero vos sabés que vivo haciendo cagadas, que me enojo, que hago cosas que están mal, que no me acepta todo el mundo y a veces puedo parecer soberbio; pero sin embargo, pienso que lo que pude haber hecho, pudo haber sido más… siempre voy a ser muy autocrítico… quizás debería haber gritado o tener más carácter, pero siempre hice lo que pude con lo que tengo y creo no estar solo en ello.
—Creo que no —respondió. Se está terminando el tiempo
—Veo —dije, bebiendo un poco.
—¿Hay algo que me quieras decir? —preguntó.
—Muchas cosas, pero no es el momento —dije, viendo cómo caía el último grano de arena.