Tenía doce años
cuando empecé con esa costumbre de ir a la terraza después de merendar. Lo
empecé a hacer a finales del invierno, cuando comenzamos a volver caminando de
la escuela y así ahorrarnos los centavos del bondi para gastarlos en el kiosco de la
esquina de Albariño y Echeandía. Salvo mi primer año de vida, viví toda mi
infancia y adolescencia en Villa Lugano, sobre la calle Albariño, entre la Av. del Trabajo (Eva Perón) y Hubac. Desde aquella terraza, veía el barrio como si fuera
un mundo entero que se movía en cámara lenta: colectivos, bicicletas, autos
viejos, camionetas y camiones que salían del depósito de al lado, vecinos que barrían la
vereda o salían a tomar fresco con una silla plegable en la puerta. Y siempre,
en alguna esquina, alguna historia o grafiti.
Todos en el barrio conocíamos a Martita.
Vivía justo enfrente, medio en diagonal de casa, con sus padres, Cacho y Graciela. La casa tenía un balcón que daba a la calle y una terraza muy visible desde la mía. Por eso, a veces, me tiraba panza abajo sobre la membrana caliente para mirar sin que se notara. Un día, le pregunté a Bruno —mi vecino de enfrente, el que siempre usaba pantalones anchos y andaba en musculosa— por ellos, y me contó que Graciela se había quedado ciega hacía dos meses, por cataratas. Cacho trabajaba en un taller mecánico en Mataderos, y salía todos los días a las siete de la mañana. El Chevy marrón que manejaba parecía un barco encallado: la pintura carcomida, los guardabarros oxidados y un humo azul que dejaba una marca en el aire cada vez que lo lograba arrancar. Pero él lo intentaba y conseguía poner en marcha, religiosamente, todos los días. Volvía a las doce para prepararles el almuerzo a Graciela y a Martita, y a la una ya estaba otra vez en la calle, hasta las siete de la tarde. Decían que no le gustaba que nadie lo ayudara.
Martita tendría unos diecisiete. A nosotros, que éramos unos mocosos de primaria, nos parecía enorme. Siempre flaca, de pelo obscuro hasta los hombros, la piel blanca y algo tostada a medida que se acercaba el verano, y una forma de moverse que hacía que más de uno se callara a mitad de partido cuando la veía pasar. Usaba remeras cortas que le dejaban el ombligo al aire y jeans claros que le marcaban la cola y resaltaban su cintura. El almacén de Don Cosme estaba a media cuadra, y cuando ella iba a comprar algo, hasta el portón del galpón contra el que jugábamos al fútbol parecía estar esperando verla.
Una vez, tiramos la pelota a propósito para que rodara a sus pies justo cuando pasaba. Yo salí corriendo a buscarla, y en el apuro me tropecé con una baldosa floja que a penas sobresalía. Caí de rodillas frente a ella. Me ardía la cara del golpe y de la vergüenza. Martita se agachó, se rió suave y me preguntó si estaba bien. Yo asentí como un idiota, mientras ella me ayudaba a levantarme. Antes de irse, me dijo: “Ojo con el colectivo cuando cruces.” No sé si fue su perfume o el calor de la tarde, pero todavía, si me esfuerzo, puedo recuperar aquel olor de ese momento.
Ese verano conoció a Luciano. En el barrio le decían Lucho. Vivía por Miralla, cerca del pasaje Posta de Hornillos, y laburaba en la cancha de paddle que estaba justo frente a la escuela primaria, a mitad de cuadra. De noche, cuando cenaba temprano y subía a la terraza con el telescopio, escuchando charlas por banda ciudadana en el walkie talkie, lo veía aparecer por la esquina. Miraba para todos lados, como si lo persiguiera la policía o la madre de alguien, y trepaba por la reja de la ventana que daba sobre Albariño, se apoyaba usando el hueco del medidor de luz que estaba entre la casa de Martita y la de al lado. Desde ahí se impulsaba hasta una cornisa baja y de un salto llegaba al balcón que daba a la terraza. La primera vez casi me da un infarto del susto. Después empecé a esperarlo, baja el volumen del Walkie Talkie, para no llamar la atención y lo espiaba llegar. Cada vez que Martita dejaba una lámpara encendida allá arriba, sabía que era la señal. Ese era su código, aquella era la señal para el encuentro de los enamorados.
Siempre me escondía
para que no me vieran. Había algo en espiar que mezclaba vergüenza y
fascinación, como si uno supiera que estaba mirando un secreto que no era
nuestro y, aun así, no pudiera dejar de hacerlo. Así las noches iban pasando, a
medida que los encuentros se iban consumando.
Ese fue mi último verano antes de empezar la secundaria. Entré a la técnica y dejé de estar todo el día en el barrio. Veía menos a Martita, salvo los fines de semana, cuando jugábamos a la pelota en la calle. A veces salía rumbo al nuevo supermercado chino de la avenida, o la veíamos yendo a lo de Lucho. Pero ya no era lo mismo: los veranos se terminan sin hacer ruido, ni anuncios importantes.
Una tarde volví y la calle estaba agitada. Había un patrullero, una ambulancia, vecinos en la vereda señalando con la cabeza. Le pregunté a Norma —la de la otra esquina— qué había pasado. Me dijo que Graciela había muerto y que Cacho, al encontrarla, se descompensó. Lo habían llevado al hospital. Martita no paraba de llorar y Lucho la sostenía de atrás mientras subían a la ambulancia. Al final no fue un infarto, como se decía, sino un ACV. Cacho quedó con medio cuerpo paralizado, sin poder volver a trabajar al taller. Martita dejó su trabajo de medio tiempo en la tienda de ropa de la avenida y se quedó a cuidarlo. Lucho se mudó con ellos, tiempo después. De a poco, ella empezó a desaparecer del barrio. No de golpe, sino como se va apagando una radio con pocas pilas.
Pasaron dos años. Yo crecí, empecé a salir con Mariana y un día volvimos caminando por Albariño después de bajar del 5. Todavía se sentía el calor que irradiaban las paredes y el olor a diesel quemado quedaba en la calle tras cada pasada de un colectivo. De pronto, la vi venir de frente. No sé por qué me puse nervioso. Cuando estuvimos cerca, levanté el pecho, tragué saliva y dije un “hola” casi ridículo. Ella sonrió apenas y me respondió igual. Mariana me miró de costado y me preguntó quién era. “Una vecina”, dije mientras cruzábamos la calle, como si no hubiera sido parte de mis veranos más callados.
La volví a cruzar tiempo después. Algo en su forma de caminar se había vuelto más lento. Estaba rara, distintita. Su cara parecía más opaca, algo no me cerraba en su semblante. Doña Mirta, la verdulera, le comentó a mi vieja mientras elegían tomates, que Martita estaba embarazada y que Cacho estaba cada vez peor de salud. Aquello terminó de confirmar lo que había observado, sin saberlo: algo se le había ido antes de tiempo. Un día, meses después, la vi en la avenida. No la habría reconocido si Lucho no la llamaba desde la carnicería. Vestido floreado largo, panza enorme, el pelo mucho más largo y apagado. Su cara, hinchada de cansancio. Las ojeras parecían dibujadas con carbón. Me impactó la escena, no por pena sino por una especie de injusticia por el paso del tiempo: como si la vida le hubiera cobrado con intereses por algo que ella nunca firmó.
Me llevó tiempo notar que el Chevy marrón ya no estaba en la esquina. Pensé que Lucho lo había llevado a arreglar. Pero una tarde, volviendo de la escuela, escuché a Fabiola decirle a Mirna que lo habían vendido y que Cacho estaba muy mal. Caminé los ochenta metros hasta casa con una incomodidad que no supe nombrar.
Unos meses después, de madrugada, estaba hablando por radio, en banda ciudadana, con Facundo, cuando de la nada, se escuchó un llanto que rompió con el silencio de la noche, sin dudas fue un movimiento raro en la cuadra. Me asomé por la ventana y en pocos minutos llegaron una ambulancia y un tiempo después un patrullero. Ahí entendí todo: Cacho se había ido. No tuve que bajar, ni acercarme para saberlo. Sentí la necesidad de acompañarla, de abrazarla, pero nadie quiere eso de un extraño, menos de 16 años.
No vi más a Martita con la beba por el barrio. Dijeron que se había mudado con Lucho, a Flores, a lo de un familiar de él. Desde entonces, no supe más nada.
A veces, cuando paso por Lugano o cuando escucho el nombre de alguna calle del barrio, me pregunto en qué momento exacto dejamos de mirar lo que teníamos delante. Pienso en la terraza caliente bajo mis codos, en el Chevy marrón, en aquella lámpara incandescente encendida como señal secreta, en la voz de Martita diciéndome que mire al cruzar. Y entiendo algo que de chico no podía: que uno no sabe cuándo está viendo a alguien por última vez, ni en qué esquina se parte el destino de una vida que parecía ir para otro lado.
Y entonces me pasa lo mismo: me quedo callado, miro el recuerdo como quien espía desde una terraza, y siento que el paso del tiempo no es hacia adelante, sino hacia adentro.
Todos en el barrio conocíamos a Martita.
Vivía justo enfrente, medio en diagonal de casa, con sus padres, Cacho y Graciela. La casa tenía un balcón que daba a la calle y una terraza muy visible desde la mía. Por eso, a veces, me tiraba panza abajo sobre la membrana caliente para mirar sin que se notara. Un día, le pregunté a Bruno —mi vecino de enfrente, el que siempre usaba pantalones anchos y andaba en musculosa— por ellos, y me contó que Graciela se había quedado ciega hacía dos meses, por cataratas. Cacho trabajaba en un taller mecánico en Mataderos, y salía todos los días a las siete de la mañana. El Chevy marrón que manejaba parecía un barco encallado: la pintura carcomida, los guardabarros oxidados y un humo azul que dejaba una marca en el aire cada vez que lo lograba arrancar. Pero él lo intentaba y conseguía poner en marcha, religiosamente, todos los días. Volvía a las doce para prepararles el almuerzo a Graciela y a Martita, y a la una ya estaba otra vez en la calle, hasta las siete de la tarde. Decían que no le gustaba que nadie lo ayudara.
Martita tendría unos diecisiete. A nosotros, que éramos unos mocosos de primaria, nos parecía enorme. Siempre flaca, de pelo obscuro hasta los hombros, la piel blanca y algo tostada a medida que se acercaba el verano, y una forma de moverse que hacía que más de uno se callara a mitad de partido cuando la veía pasar. Usaba remeras cortas que le dejaban el ombligo al aire y jeans claros que le marcaban la cola y resaltaban su cintura. El almacén de Don Cosme estaba a media cuadra, y cuando ella iba a comprar algo, hasta el portón del galpón contra el que jugábamos al fútbol parecía estar esperando verla.
Una vez, tiramos la pelota a propósito para que rodara a sus pies justo cuando pasaba. Yo salí corriendo a buscarla, y en el apuro me tropecé con una baldosa floja que a penas sobresalía. Caí de rodillas frente a ella. Me ardía la cara del golpe y de la vergüenza. Martita se agachó, se rió suave y me preguntó si estaba bien. Yo asentí como un idiota, mientras ella me ayudaba a levantarme. Antes de irse, me dijo: “Ojo con el colectivo cuando cruces.” No sé si fue su perfume o el calor de la tarde, pero todavía, si me esfuerzo, puedo recuperar aquel olor de ese momento.
Ese verano conoció a Luciano. En el barrio le decían Lucho. Vivía por Miralla, cerca del pasaje Posta de Hornillos, y laburaba en la cancha de paddle que estaba justo frente a la escuela primaria, a mitad de cuadra. De noche, cuando cenaba temprano y subía a la terraza con el telescopio, escuchando charlas por banda ciudadana en el walkie talkie, lo veía aparecer por la esquina. Miraba para todos lados, como si lo persiguiera la policía o la madre de alguien, y trepaba por la reja de la ventana que daba sobre Albariño, se apoyaba usando el hueco del medidor de luz que estaba entre la casa de Martita y la de al lado. Desde ahí se impulsaba hasta una cornisa baja y de un salto llegaba al balcón que daba a la terraza. La primera vez casi me da un infarto del susto. Después empecé a esperarlo, baja el volumen del Walkie Talkie, para no llamar la atención y lo espiaba llegar. Cada vez que Martita dejaba una lámpara encendida allá arriba, sabía que era la señal. Ese era su código, aquella era la señal para el encuentro de los enamorados.
Ese fue mi último verano antes de empezar la secundaria. Entré a la técnica y dejé de estar todo el día en el barrio. Veía menos a Martita, salvo los fines de semana, cuando jugábamos a la pelota en la calle. A veces salía rumbo al nuevo supermercado chino de la avenida, o la veíamos yendo a lo de Lucho. Pero ya no era lo mismo: los veranos se terminan sin hacer ruido, ni anuncios importantes.
Una tarde volví y la calle estaba agitada. Había un patrullero, una ambulancia, vecinos en la vereda señalando con la cabeza. Le pregunté a Norma —la de la otra esquina— qué había pasado. Me dijo que Graciela había muerto y que Cacho, al encontrarla, se descompensó. Lo habían llevado al hospital. Martita no paraba de llorar y Lucho la sostenía de atrás mientras subían a la ambulancia. Al final no fue un infarto, como se decía, sino un ACV. Cacho quedó con medio cuerpo paralizado, sin poder volver a trabajar al taller. Martita dejó su trabajo de medio tiempo en la tienda de ropa de la avenida y se quedó a cuidarlo. Lucho se mudó con ellos, tiempo después. De a poco, ella empezó a desaparecer del barrio. No de golpe, sino como se va apagando una radio con pocas pilas.
Pasaron dos años. Yo crecí, empecé a salir con Mariana y un día volvimos caminando por Albariño después de bajar del 5. Todavía se sentía el calor que irradiaban las paredes y el olor a diesel quemado quedaba en la calle tras cada pasada de un colectivo. De pronto, la vi venir de frente. No sé por qué me puse nervioso. Cuando estuvimos cerca, levanté el pecho, tragué saliva y dije un “hola” casi ridículo. Ella sonrió apenas y me respondió igual. Mariana me miró de costado y me preguntó quién era. “Una vecina”, dije mientras cruzábamos la calle, como si no hubiera sido parte de mis veranos más callados.
La volví a cruzar tiempo después. Algo en su forma de caminar se había vuelto más lento. Estaba rara, distintita. Su cara parecía más opaca, algo no me cerraba en su semblante. Doña Mirta, la verdulera, le comentó a mi vieja mientras elegían tomates, que Martita estaba embarazada y que Cacho estaba cada vez peor de salud. Aquello terminó de confirmar lo que había observado, sin saberlo: algo se le había ido antes de tiempo. Un día, meses después, la vi en la avenida. No la habría reconocido si Lucho no la llamaba desde la carnicería. Vestido floreado largo, panza enorme, el pelo mucho más largo y apagado. Su cara, hinchada de cansancio. Las ojeras parecían dibujadas con carbón. Me impactó la escena, no por pena sino por una especie de injusticia por el paso del tiempo: como si la vida le hubiera cobrado con intereses por algo que ella nunca firmó.
Me llevó tiempo notar que el Chevy marrón ya no estaba en la esquina. Pensé que Lucho lo había llevado a arreglar. Pero una tarde, volviendo de la escuela, escuché a Fabiola decirle a Mirna que lo habían vendido y que Cacho estaba muy mal. Caminé los ochenta metros hasta casa con una incomodidad que no supe nombrar.
Unos meses después, de madrugada, estaba hablando por radio, en banda ciudadana, con Facundo, cuando de la nada, se escuchó un llanto que rompió con el silencio de la noche, sin dudas fue un movimiento raro en la cuadra. Me asomé por la ventana y en pocos minutos llegaron una ambulancia y un tiempo después un patrullero. Ahí entendí todo: Cacho se había ido. No tuve que bajar, ni acercarme para saberlo. Sentí la necesidad de acompañarla, de abrazarla, pero nadie quiere eso de un extraño, menos de 16 años.
No vi más a Martita con la beba por el barrio. Dijeron que se había mudado con Lucho, a Flores, a lo de un familiar de él. Desde entonces, no supe más nada.
A veces, cuando paso por Lugano o cuando escucho el nombre de alguna calle del barrio, me pregunto en qué momento exacto dejamos de mirar lo que teníamos delante. Pienso en la terraza caliente bajo mis codos, en el Chevy marrón, en aquella lámpara incandescente encendida como señal secreta, en la voz de Martita diciéndome que mire al cruzar. Y entiendo algo que de chico no podía: que uno no sabe cuándo está viendo a alguien por última vez, ni en qué esquina se parte el destino de una vida que parecía ir para otro lado.
Y entonces me pasa lo mismo: me quedo callado, miro el recuerdo como quien espía desde una terraza, y siento que el paso del tiempo no es hacia adelante, sino hacia adentro.