El joven Mykola
Danylenko miraba por la ventana con una sensación enorme de
agotamiento y resignación. Afuera, la nieve comenzaba a amontonarse sobre los
techos derruidos de Petrovpavlivka,
aquella aldea perdida entre los campos helados del óblast de Járkov. Todo
parecía quieto, detenido, como si el tiempo hubiera renunciado a avanzar. Desde
hacía meses, sólo veía lo mismo: casas ennegrecidas por el fuego, árboles
mutilados, bolas de fuego, y banderas que cambiaba de color según quién
empuñara las armas.
Su aldea había sido tomada por las tropas rusas al inicio de las operaciones, luego liberada por el ejército ucraniano en septiembre de 2022. Pero la paz fue un espejismo. En 2024, las explosiones volvieron a escucharse desde el oeste, y este año —como una condena que se repite— los soldados enemigos regresaron. Nadie festejó, ni lloró. Ya no quedaban lágrimas en aquella región del mundo.
Mykola respiró hondo, buscando un olor distinto al del polvo y la leña húmeda. No lo halló. Desde la otra habitación escuchó la voz gastada de su abuelo Yevgueni Petrovich, hablándole al perro como si fuera una persona. Era un murmullo cansado, casi un rezo.
—Tranquilo, Sharik... tranquilo, viejo amigo...
Mykola giró. Lo vio: aquel hombre encorvado, con las manos temblorosas sobre el lomo del animal, abrazándolo con una ternura que dolía. Yevgueni parecía hablarle al perro, pero en realidad le hablaba a su propio pasado. A los días en que aún había pan, música, y vecinos que reían bajo el sol. Aquellos días donde esos dos países en conflicto eran uno…
El muchacho sintió un nudo en la garganta. No había esperanza en esa mirada. Sólo un cansancio absoluto, una entrega muda al destino. Afuera, el viento levantaba polvo de nieve, llevando consigo el olor a pólvora sobre los restos de una escuela bombardeada. Adentro, el silencio era tan denso que si uno contenía la respiración, podía oír el latido del corazón.
Mykola explotó.
El grito salió sin aviso, como si hubiera estado retenido durante años, comprimido en la garganta, oxidado. Destrozó el silencio de la casa con un puñetazo contra la pared de madera. No podía más. Ni una noche más con los vidrios rotos tapados por cartones, ni un amanecer más escuchando el rugido distante de los cañonazos, tampoco quería oír más el zumbido de los drones, ni un día más viendo a su abuelo acariciar al perro como si fuera lo único vivo que quedara en el mundo.
Sus amigos, sus vecinos, sus maestras, todos se habían ido. Cruzaron la línea de contacto con lo puesto, algunos rumbo a Polonia, otros hacia Rusia, buscando parientes, buscando cualquier cosa que no fuera esa quietud de muerte.
Petrovpavlivka ya no era una aldea. Era un cementerio sin lápidas.
Cada día quedaban menos. Sólo los viejos, aferrados a sus casas como los árboles viejos a la tierra: raíces retorcidas que se niegan a morir.
Mykola se levantó de golpe. Abrió el armario y empezó a preparar las mochilas. Una para él, otra para su abuelo. Metió lo esencial: una muda de ropa, una manta raída, un par de medias gruesas. En la cocina recogió lo poco que quedaba —un pedazo de pan negro endurecido, dos cebollas, una cabeza de ajo, medio frasco de pepinos en salmuera, tres papas arrugadas, y una bolsita con granos de trigo—. Nada más. Lo miró todo sobre la mesa y sintió vergüenza: no por la pobreza, sino por haberse acostumbrado a ella.
Salió al patio. El aire cortaba la piel. El árbol del fondo, un viejo abedul, temblaba con el viento. Se trepó, buscó una rama recta, la quebró con esfuerzo y bajó jadeando. Volvió a su habitación, desgarró un pedazo de sábana blanca y lo anudó cuidadosamente al extremo del palo.
Una bandera improvisada. No de rendición, sino de esperanza.
Entró donde estaba su abuelo.
Yevgueni lo miró sin entender. Acariciaba a Sharik, el perro, como si no quisiera soltarlo nunca.
—Abuelo… tenemos que irnos —dijo Mykola, con la voz quebrada—. No queda nada aquí. Nada.
El viejo negó con la cabeza.
—No me iré. Aquí nací. Aquí moriré. ¿Y él? —preguntó, señalando al perro.
—Vendrá con nosotros. Los tres juntos, despacio. Buscaremos a la tía Nadezhda, allá, del otro lado.
Yevgueni lo miró largo rato, sin decir palabra. Su rostro era una máscara de arrugas, cansada, resignada. Pero en sus ojos se encendió algo, apenas un brillo tenue, como una chispa que se resiste a apagarse.
Finalmente, tras un largo y tenso silencio, con la mirada perdida, asintió.
Mykola se acercó y lo abrazó fuerte. Sintió el olor del humo y la piel envejecida, y también el temblor del cuerpo frágil bajo la lana del abrigo.
Afuera, el viento soplaba con la furia de todos los inviernos del mundo.
Adentro, un nieto preparaba el último viaje de su familia.
No muy lejos de allí, en un sótano húmedo reforzado con planchas metálicas y cables que colgaban del techo como venas eléctricas, la unidad de Aerorozvidka se preparaba para otro amanecer de vigilancia. El aire olía a tabaco y a humedad.
El teniente Andrii Kovalenko, de apenas treinta años, frotaba sus manos frente a una estufa improvisada mientras esperaba el relevo. Había dormido dos horas, con el zumbido de los generadores resonando en su cabeza. Al escuchar los pasos descendiendo por la escalera, se enderezó.
Su superior, el teniente Oleksiy Baran, lo recibió con un saludo breve, con un semblante de rutina y cansancio.
—Todo tuyo, Andrii. Nada nuevo por ahora, pero el mando quiere vigilancia constante sobre Petrovpavlivka. Hay movimientos extraños. Puede que los rusos estén preparando un avance o posicionando artillería.
—Entendido.
—Si identificás tropas, tenés autorización para actuar. El dron está configurado en modo ataque y listo, las coordenadas están programadas.
Kovalenko asintió. Sabía lo que “actuar” significaba. En la pantalla, los mapas digitales mostraban manchas térmicas, líneas verdes y sectores rojos. El silencio en la sala sólo era interrumpido por el clic de los interruptores y el leve zumbido de los ventiladores del sistema.
A las 06:47, el dron "Vyriy" despegó desde la terraza del edificio semiderruido. Subió con un zumbido agudo, recortándose contra el cielo color plomo. Andrii lo siguió con la mirada hasta que se perdió entre las nubes bajas. Luego, fijó los ojos en sus lentes de realidad virtual. El horizonte virtual mostraba la silueta rota de la aldea, los campos de trigo calcinado, los caminos cubiertos de de polvo.
Mientras tanto, del otro lado de la línea de contacto, en una improvisada estación de control camuflada bajo una estructura metálica, el teniente Serguei Makarov ajustaba los controles de su dron de reconocimiento “UAV400T”.
El aparato sobrevolaba las mismas tierras devastadas, pero desde otra bandera.
Makarov, con la mandíbula apretada y las ojeras de quien lleva demasiado tiempo viendo el mundo a través de una pantalla, observaba en silencio. Los puntos de calor, los vehículos ocultos entre ruinas, las sombras que se movían en los patios abandonados.
—Subí a doscientos metros y hacé barrido en abanico. No te quedes fijo —ordenó su operador técnico.
—Ya lo tengo. Variando cota. Sigamos el curso del río... —respondió Makarov con voz seca.
El dron ruso y el ucraniano volaban casi sobre el mismo cielo, separados por unos pocos kilómetros de aire helado y un abismo de ideologías. Ninguno sabía que abajo, entre esas ruinas y aquel polvo, un muchacho con una bandera blanca preparaba su huida.
Ambos drones, sin saberlo, se acercaban a él.
Uno vigilaba para proteger. El otro, para eliminar.
El viento soplaba entre los álamos como un lamento entre el horror.
Mykola caminaba adelante, con el rostro curtido por el frío y los ojos fijos en la línea del horizonte, allí donde los campos se fundían con el humo. Cada paso sobre el barro helado sonaba a despedida.
A su espalda, su abuelo Yevgueni avanzaba con lentitud, apoyándose en un palo, respirando con dificultad. Sharik trotaba entre ambos, husmeando la tierra, moviendo apenas la cola, como si intuyera que algo no estaba bien.
El muchacho no hablaba. No podía.
Sabía que ir hacia el oeste era morir. Que los rumores —aquellos que decían que el ejército ucraniano reclutaba a los campesinos y jóvenes por la fuerza— eran lo suficientemente reales como para no tentar al destino. Así que sólo quedaba una dirección: el este. Hacia Rusia, hacia su tía.
Hacia el otro lado de la guerra.
El cielo estaba gris, y el aire olía a hierro oxidado. Mykola llevaba la bandera blanca en alto, improvisada con la sábana de su cama. La sostenía firme, como si en ella estuviera su salvación. Caminaban hacía horas. Ni una voz humana, ni un pájaro. Sólo el crujido del hielo bajo las botas y el sonido de sus propias respiraciones.
Yevgueni se detuvo.
—Mykola... no puedo más... —dijo con un hilo de voz.
El joven le ofreció una botella de agua. El viejo bebió un sorbo y acarició al perro. Por un instante, el mundo pareció detenerse. Pero entonces, llegó el zumbido.
Al principio, lejano. Un murmullo en el aire, como una abeja metálica.
Mykola se tensó. Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Los nervios lo traicionaron: el pulso se aceleró, el pecho se contrajo. Tomó del brazo a su abuelo y le susurró:
—Al suelo, abuelo. ¡Agáchese!
Yevgueni obedeció, cayendo de rodillas en el barro. Abrazó a Sharik con fuerza.
Mykola avanzó unos metros, con la bandera alzada. El sonido crecía. De pronto, lo vio. Un dron “Vyriy”, suspendido en el aire, a unos diez metros frente a él.
El joven tragó saliva. Levantó la mirada, levantó la bandera. Quiso gritar algo, pero el miedo le secó la garganta.
El dron se elevó lentamente, giró, observó al anciano y al perro a la distancia, y volvió a su posición inicial. Luego comenzó a girar alrededor de Mykola, como un buitre curioso.
El muchacho se dejó caer de rodillas, moviendo la bandera con desesperación.
—¡No dispares! ¡No dispares, por favor! —susurró, sabiendo que nadie lo escuchaba.
Entonces Sharik, confundido por el pánico, corrió hacia él. El animal ladraba, daba vueltas, buscaba su mirada.
Y en ese instante, apareció otro dron, idéntico, alineándose al primero. Dos sombras mecánicas en el cielo.
Mykola levantó las manos, implorando. Las lágrimas le empañaban la vista.
El primero descendió unos metros, titubeó... y se lanzó.
Una luz blanca, un rugido seco, un destello.
El cuerpo del joven se desplomó sin rostro, la bandera blanca cayó ardiendo a su lado.
El eco de la explosión se perdió entre los pastizales.
Sharik corrió hacia el cuerpo, gimiendo, rascando la tierra ennegrecida, buscando el olor del jóven entre el humo.
Yevgueni, de rodillas, se persignó una y otra vez, temblando, con el alma hecha cenizas.
Miró al cielo.
El segundo dron seguía allí, inmóvil, observando.
Luego descendió con violencia, repitiendo el mismo gesto asesino, el mismo rugido seco.
El anciano y el perro desaparecieron bajo la misma luz.
La tierra, que había sido campo de trigo, quedó cubierta de silencio y de polvo.
En otro lado, en las pantallas, Andrii Kovalenko y Serguei Makarov observaban las imágenes confusas del impacto.
Uno creyó que había eliminado un grupo enemigo.
El otro grabó el video, sin intervenir.
Ninguno supo jamás que lo que habían borrado del mapa no era un blanco, sino una familia.
Sólo tres manchas rojas que se apagaron en la pantalla, y una bandera blanca ardiendo bajo el cielo.
Su aldea había sido tomada por las tropas rusas al inicio de las operaciones, luego liberada por el ejército ucraniano en septiembre de 2022. Pero la paz fue un espejismo. En 2024, las explosiones volvieron a escucharse desde el oeste, y este año —como una condena que se repite— los soldados enemigos regresaron. Nadie festejó, ni lloró. Ya no quedaban lágrimas en aquella región del mundo.
Mykola respiró hondo, buscando un olor distinto al del polvo y la leña húmeda. No lo halló. Desde la otra habitación escuchó la voz gastada de su abuelo Yevgueni Petrovich, hablándole al perro como si fuera una persona. Era un murmullo cansado, casi un rezo.
—Tranquilo, Sharik... tranquilo, viejo amigo...
Mykola giró. Lo vio: aquel hombre encorvado, con las manos temblorosas sobre el lomo del animal, abrazándolo con una ternura que dolía. Yevgueni parecía hablarle al perro, pero en realidad le hablaba a su propio pasado. A los días en que aún había pan, música, y vecinos que reían bajo el sol. Aquellos días donde esos dos países en conflicto eran uno…
El muchacho sintió un nudo en la garganta. No había esperanza en esa mirada. Sólo un cansancio absoluto, una entrega muda al destino. Afuera, el viento levantaba polvo de nieve, llevando consigo el olor a pólvora sobre los restos de una escuela bombardeada. Adentro, el silencio era tan denso que si uno contenía la respiración, podía oír el latido del corazón.
Mykola explotó.
El grito salió sin aviso, como si hubiera estado retenido durante años, comprimido en la garganta, oxidado. Destrozó el silencio de la casa con un puñetazo contra la pared de madera. No podía más. Ni una noche más con los vidrios rotos tapados por cartones, ni un amanecer más escuchando el rugido distante de los cañonazos, tampoco quería oír más el zumbido de los drones, ni un día más viendo a su abuelo acariciar al perro como si fuera lo único vivo que quedara en el mundo.
Sus amigos, sus vecinos, sus maestras, todos se habían ido. Cruzaron la línea de contacto con lo puesto, algunos rumbo a Polonia, otros hacia Rusia, buscando parientes, buscando cualquier cosa que no fuera esa quietud de muerte.
Petrovpavlivka ya no era una aldea. Era un cementerio sin lápidas.
Cada día quedaban menos. Sólo los viejos, aferrados a sus casas como los árboles viejos a la tierra: raíces retorcidas que se niegan a morir.
Mykola se levantó de golpe. Abrió el armario y empezó a preparar las mochilas. Una para él, otra para su abuelo. Metió lo esencial: una muda de ropa, una manta raída, un par de medias gruesas. En la cocina recogió lo poco que quedaba —un pedazo de pan negro endurecido, dos cebollas, una cabeza de ajo, medio frasco de pepinos en salmuera, tres papas arrugadas, y una bolsita con granos de trigo—. Nada más. Lo miró todo sobre la mesa y sintió vergüenza: no por la pobreza, sino por haberse acostumbrado a ella.
Salió al patio. El aire cortaba la piel. El árbol del fondo, un viejo abedul, temblaba con el viento. Se trepó, buscó una rama recta, la quebró con esfuerzo y bajó jadeando. Volvió a su habitación, desgarró un pedazo de sábana blanca y lo anudó cuidadosamente al extremo del palo.
Una bandera improvisada. No de rendición, sino de esperanza.
Entró donde estaba su abuelo.
Yevgueni lo miró sin entender. Acariciaba a Sharik, el perro, como si no quisiera soltarlo nunca.
—Abuelo… tenemos que irnos —dijo Mykola, con la voz quebrada—. No queda nada aquí. Nada.
El viejo negó con la cabeza.
—No me iré. Aquí nací. Aquí moriré. ¿Y él? —preguntó, señalando al perro.
—Vendrá con nosotros. Los tres juntos, despacio. Buscaremos a la tía Nadezhda, allá, del otro lado.
Yevgueni lo miró largo rato, sin decir palabra. Su rostro era una máscara de arrugas, cansada, resignada. Pero en sus ojos se encendió algo, apenas un brillo tenue, como una chispa que se resiste a apagarse.
Finalmente, tras un largo y tenso silencio, con la mirada perdida, asintió.
Mykola se acercó y lo abrazó fuerte. Sintió el olor del humo y la piel envejecida, y también el temblor del cuerpo frágil bajo la lana del abrigo.
Afuera, el viento soplaba con la furia de todos los inviernos del mundo.
Adentro, un nieto preparaba el último viaje de su familia.
No muy lejos de allí, en un sótano húmedo reforzado con planchas metálicas y cables que colgaban del techo como venas eléctricas, la unidad de Aerorozvidka se preparaba para otro amanecer de vigilancia. El aire olía a tabaco y a humedad.
El teniente Andrii Kovalenko, de apenas treinta años, frotaba sus manos frente a una estufa improvisada mientras esperaba el relevo. Había dormido dos horas, con el zumbido de los generadores resonando en su cabeza. Al escuchar los pasos descendiendo por la escalera, se enderezó.
Su superior, el teniente Oleksiy Baran, lo recibió con un saludo breve, con un semblante de rutina y cansancio.
—Todo tuyo, Andrii. Nada nuevo por ahora, pero el mando quiere vigilancia constante sobre Petrovpavlivka. Hay movimientos extraños. Puede que los rusos estén preparando un avance o posicionando artillería.
—Entendido.
—Si identificás tropas, tenés autorización para actuar. El dron está configurado en modo ataque y listo, las coordenadas están programadas.
Kovalenko asintió. Sabía lo que “actuar” significaba. En la pantalla, los mapas digitales mostraban manchas térmicas, líneas verdes y sectores rojos. El silencio en la sala sólo era interrumpido por el clic de los interruptores y el leve zumbido de los ventiladores del sistema.
A las 06:47, el dron "Vyriy" despegó desde la terraza del edificio semiderruido. Subió con un zumbido agudo, recortándose contra el cielo color plomo. Andrii lo siguió con la mirada hasta que se perdió entre las nubes bajas. Luego, fijó los ojos en sus lentes de realidad virtual. El horizonte virtual mostraba la silueta rota de la aldea, los campos de trigo calcinado, los caminos cubiertos de de polvo.
Mientras tanto, del otro lado de la línea de contacto, en una improvisada estación de control camuflada bajo una estructura metálica, el teniente Serguei Makarov ajustaba los controles de su dron de reconocimiento “UAV400T”.
El aparato sobrevolaba las mismas tierras devastadas, pero desde otra bandera.
Makarov, con la mandíbula apretada y las ojeras de quien lleva demasiado tiempo viendo el mundo a través de una pantalla, observaba en silencio. Los puntos de calor, los vehículos ocultos entre ruinas, las sombras que se movían en los patios abandonados.
—Subí a doscientos metros y hacé barrido en abanico. No te quedes fijo —ordenó su operador técnico.
—Ya lo tengo. Variando cota. Sigamos el curso del río... —respondió Makarov con voz seca.
El dron ruso y el ucraniano volaban casi sobre el mismo cielo, separados por unos pocos kilómetros de aire helado y un abismo de ideologías. Ninguno sabía que abajo, entre esas ruinas y aquel polvo, un muchacho con una bandera blanca preparaba su huida.
Ambos drones, sin saberlo, se acercaban a él.
Uno vigilaba para proteger. El otro, para eliminar.
El viento soplaba entre los álamos como un lamento entre el horror.
Mykola caminaba adelante, con el rostro curtido por el frío y los ojos fijos en la línea del horizonte, allí donde los campos se fundían con el humo. Cada paso sobre el barro helado sonaba a despedida.
A su espalda, su abuelo Yevgueni avanzaba con lentitud, apoyándose en un palo, respirando con dificultad. Sharik trotaba entre ambos, husmeando la tierra, moviendo apenas la cola, como si intuyera que algo no estaba bien.
El muchacho no hablaba. No podía.
Sabía que ir hacia el oeste era morir. Que los rumores —aquellos que decían que el ejército ucraniano reclutaba a los campesinos y jóvenes por la fuerza— eran lo suficientemente reales como para no tentar al destino. Así que sólo quedaba una dirección: el este. Hacia Rusia, hacia su tía.
Hacia el otro lado de la guerra.
El cielo estaba gris, y el aire olía a hierro oxidado. Mykola llevaba la bandera blanca en alto, improvisada con la sábana de su cama. La sostenía firme, como si en ella estuviera su salvación. Caminaban hacía horas. Ni una voz humana, ni un pájaro. Sólo el crujido del hielo bajo las botas y el sonido de sus propias respiraciones.
Yevgueni se detuvo.
—Mykola... no puedo más... —dijo con un hilo de voz.
El joven le ofreció una botella de agua. El viejo bebió un sorbo y acarició al perro. Por un instante, el mundo pareció detenerse. Pero entonces, llegó el zumbido.
Al principio, lejano. Un murmullo en el aire, como una abeja metálica.
Mykola se tensó. Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Los nervios lo traicionaron: el pulso se aceleró, el pecho se contrajo. Tomó del brazo a su abuelo y le susurró:
—Al suelo, abuelo. ¡Agáchese!
Yevgueni obedeció, cayendo de rodillas en el barro. Abrazó a Sharik con fuerza.
Mykola avanzó unos metros, con la bandera alzada. El sonido crecía. De pronto, lo vio. Un dron “Vyriy”, suspendido en el aire, a unos diez metros frente a él.
El joven tragó saliva. Levantó la mirada, levantó la bandera. Quiso gritar algo, pero el miedo le secó la garganta.
El dron se elevó lentamente, giró, observó al anciano y al perro a la distancia, y volvió a su posición inicial. Luego comenzó a girar alrededor de Mykola, como un buitre curioso.
El muchacho se dejó caer de rodillas, moviendo la bandera con desesperación.
—¡No dispares! ¡No dispares, por favor! —susurró, sabiendo que nadie lo escuchaba.
Entonces Sharik, confundido por el pánico, corrió hacia él. El animal ladraba, daba vueltas, buscaba su mirada.
Y en ese instante, apareció otro dron, idéntico, alineándose al primero. Dos sombras mecánicas en el cielo.
Mykola levantó las manos, implorando. Las lágrimas le empañaban la vista.
El primero descendió unos metros, titubeó... y se lanzó.
Una luz blanca, un rugido seco, un destello.
El cuerpo del joven se desplomó sin rostro, la bandera blanca cayó ardiendo a su lado.
El eco de la explosión se perdió entre los pastizales.
Sharik corrió hacia el cuerpo, gimiendo, rascando la tierra ennegrecida, buscando el olor del jóven entre el humo.
Yevgueni, de rodillas, se persignó una y otra vez, temblando, con el alma hecha cenizas.
Miró al cielo.
El segundo dron seguía allí, inmóvil, observando.
Luego descendió con violencia, repitiendo el mismo gesto asesino, el mismo rugido seco.
El anciano y el perro desaparecieron bajo la misma luz.
La tierra, que había sido campo de trigo, quedó cubierta de silencio y de polvo.
En otro lado, en las pantallas, Andrii Kovalenko y Serguei Makarov observaban las imágenes confusas del impacto.
Uno creyó que había eliminado un grupo enemigo.
El otro grabó el video, sin intervenir.
Ninguno supo jamás que lo que habían borrado del mapa no era un blanco, sino una familia.
Sólo tres manchas rojas que se apagaron en la pantalla, y una bandera blanca ardiendo bajo el cielo.