miércoles, 29 de octubre de 2025

Martita...

Tenía doce años cuando empecé con esa costumbre de ir a la terraza después de merendar. Lo empecé a hacer a finales del invierno, cuando comenzamos a volver caminando de la escuela y así ahorrarnos los centavos del bondi para gastarlos en el kiosco de la esquina de Albariño y Echeandía. Salvo mi primer año de vida, viví toda mi infancia y adolescencia en Villa Lugano, sobre la calle Albariño, entre la Av. del Trabajo (Eva Perón) y Hubac. Desde aquella terraza, veía el barrio como si fuera un mundo entero que se movía en cámara lenta: colectivos, bicicletas, autos viejos, camionetas y camiones que salían del depósito de al lado, vecinos que barrían la vereda o salían a tomar fresco con una silla plegable en la puerta. Y siempre, en alguna esquina, alguna historia o grafiti.
Todos en el barrio conocíamos a Martita.
Vivía justo enfrente, medio en diagonal de casa, con sus padres, Cacho y Graciela. La casa tenía un balcón que daba a la calle y una terraza muy visible desde la mía. Por eso, a veces, me tiraba panza abajo sobre la membrana caliente para mirar sin que se notara. Un día, le pregunté a Bruno —mi vecino de enfrente, el que siempre usaba pantalones anchos y andaba en musculosa— por ellos, y me contó que Graciela se había quedado ciega hacía dos meses, por cataratas. Cacho trabajaba en un taller mecánico en Mataderos, y salía todos los días a las siete de la mañana. El Chevy marrón que manejaba parecía un barco encallado: la pintura carcomida, los guardabarros oxidados y un humo azul que dejaba una marca en el aire cada vez que lo lograba arrancar. Pero él lo intentaba y conseguía poner en marcha, religiosamente, todos los días. Volvía a las doce para prepararles el almuerzo a Graciela y a Martita, y a la una ya estaba otra vez en la calle, hasta las siete de la tarde. Decían que no le gustaba que nadie lo ayudara.
Martita tendría unos diecisiete. A nosotros, que éramos unos mocosos de primaria, nos parecía enorme. Siempre flaca, de pelo obscuro hasta los hombros, la piel blanca y algo tostada a medida que se acercaba el verano, y una forma de moverse que hacía que más de uno se callara a mitad de partido cuando la veía pasar. Usaba remeras cortas que le dejaban el ombligo al aire y jeans claros que le marcaban la cola y resaltaban su cintura. El almacén de Don Cosme estaba a media cuadra, y cuando ella iba a comprar algo, hasta el portón del galpón contra el que jugábamos al fútbol parecía estar esperando verla.
Una vez, tiramos la pelota a propósito para que rodara a sus pies justo cuando pasaba. Yo salí corriendo a buscarla, y en el apuro me tropecé con una baldosa floja que a penas sobresalía. Caí de rodillas frente a ella. Me ardía la cara del golpe y de la vergüenza. Martita se agachó, se rió suave y me preguntó si estaba bien. Yo asentí como un idiota, mientras ella me ayudaba a levantarme. Antes de irse, me dijo: “Ojo con el colectivo cuando cruces.” No sé si fue su perfume o el calor de la tarde, pero todavía, si me esfuerzo, puedo recuperar aquel olor de ese momento.
Ese verano conoció a Luciano. En el barrio le decían Lucho. Vivía por Miralla, cerca del pasaje Posta de Hornillos, y laburaba en la cancha de paddle que estaba justo frente a la escuela primaria, a mitad de cuadra. De noche, cuando cenaba temprano y subía a la terraza con el telescopio, escuchando charlas por banda ciudadana en el walkie talkie, lo veía aparecer por la esquina. Miraba para todos lados, como si lo persiguiera la policía o la madre de alguien, y trepaba por la reja de la ventana que daba sobre Albariño, se apoyaba usando el hueco del medidor de luz que estaba entre la casa de Martita y la de al lado. Desde ahí se impulsaba hasta una cornisa baja y de un salto llegaba al balcón que daba a la terraza. La primera vez casi me da un infarto del susto. Después empecé a esperarlo, baja el volumen del Walkie Talkie, para no llamar la atención y lo espiaba llegar. Cada vez que Martita dejaba una lámpara encendida allá arriba, sabía que era la señal. Ese era su código, aquella era la señal para el encuentro de los enamorados.
Siempre me escondía para que no me vieran. Había algo en espiar que mezclaba vergüenza y fascinación, como si uno supiera que estaba mirando un secreto que no era nuestro y, aun así, no pudiera dejar de hacerlo. Así las noches iban pasando, a medida que los encuentros se iban consumando.
Ese fue mi último verano antes de empezar la secundaria. Entré a la técnica y dejé de estar todo el día en el barrio. Veía menos a Martita, salvo los fines de semana, cuando jugábamos a la pelota en la calle. A veces salía rumbo al nuevo supermercado chino de la avenida, o la veíamos yendo a lo de Lucho. Pero ya no era lo mismo: los veranos se terminan sin hacer ruido, ni anuncios importantes.
Una tarde volví y la calle estaba agitada. Había un patrullero, una ambulancia, vecinos en la vereda señalando con la cabeza. Le pregunté a Norma —la de la otra esquina— qué había pasado. Me dijo que Graciela había muerto y que Cacho, al encontrarla, se descompensó. Lo habían llevado al hospital. Martita no paraba de llorar y Lucho la sostenía de atrás mientras subían a la ambulancia. Al final no fue un infarto, como se decía, sino un ACV. Cacho quedó con medio cuerpo paralizado, sin poder volver a trabajar al taller. Martita dejó su trabajo de medio tiempo en la tienda de ropa de la avenida y se quedó a cuidarlo. Lucho se mudó con ellos, tiempo después. De a poco, ella empezó a desaparecer del barrio. No de golpe, sino como se va apagando una radio con pocas pilas.
Pasaron dos años. Yo crecí, empecé a salir con Mariana y un día volvimos caminando por Albariño después de bajar del 5. Todavía se sentía el calor que irradiaban las paredes y el olor a diesel quemado quedaba en la calle tras cada pasada de un colectivo. De pronto, la vi venir de frente. No sé por qué me puse nervioso. Cuando estuvimos cerca, levanté el pecho, tragué saliva y dije un “hola” casi ridículo. Ella sonrió apenas y me respondió igual. Mariana me miró de costado y me preguntó quién era. “Una vecina”, dije mientras cruzábamos la calle, como si no hubiera sido parte de mis veranos más callados.
La volví a cruzar tiempo después. Algo en su forma de caminar se había vuelto más lento. Estaba rara, distintita. Su cara parecía más opaca, algo no me cerraba en su semblante. Doña Mirta, la verdulera, le comentó a mi vieja mientras elegían tomates, que Martita estaba embarazada y que Cacho estaba cada vez peor de salud. Aquello terminó de confirmar lo que había observado, sin saberlo: algo se le había ido antes de tiempo. Un día, meses después, la vi en la avenida. No la habría reconocido si Lucho no la llamaba desde la carnicería. Vestido floreado largo, panza enorme, el pelo mucho más largo y apagado. Su cara, hinchada de cansancio. Las ojeras parecían dibujadas con carbón. Me impactó la escena, no por pena sino por una especie de injusticia por el paso del tiempo: como si la vida le hubiera cobrado con intereses por algo que ella nunca firmó.
Me llevó tiempo notar que el Chevy marrón ya no estaba en la esquina. Pensé que Lucho lo había llevado a arreglar. Pero una tarde, volviendo de la escuela, escuché a Fabiola decirle a Mirna que lo habían vendido y que Cacho estaba muy mal. Caminé los ochenta metros hasta casa con una incomodidad que no supe nombrar.
Unos meses después, de madrugada, estaba hablando por radio, en banda ciudadana, con Facundo, cuando de la nada, se escuchó un llanto que rompió con el silencio de la noche, sin dudas fue un movimiento raro en la cuadra. Me asomé por la ventana y en pocos minutos llegaron una ambulancia y un tiempo después un patrullero. Ahí entendí todo: Cacho se había ido. No tuve que bajar, ni acercarme para saberlo. Sentí la necesidad de acompañarla, de abrazarla, pero nadie quiere eso de un extraño, menos de 16 años.
No vi más a Martita con la beba por el barrio. Dijeron que se había mudado con Lucho, a Flores, a lo de un familiar de él. Desde entonces, no supe más nada.
A veces, cuando paso por Lugano o cuando escucho el nombre de alguna calle del barrio, me pregunto en qué momento exacto dejamos de mirar lo que teníamos delante. Pienso en la terraza caliente bajo mis codos, en el Chevy marrón, en aquella lámpara incandescente encendida como señal secreta, en la voz de Martita diciéndome que mire al cruzar. Y entiendo algo que de chico no podía: que uno no sabe cuándo está viendo a alguien por última vez, ni en qué esquina se parte el destino de una vida que parecía ir para otro lado.
Y entonces me pasa lo mismo: me quedo callado, miro el recuerdo como quien espía desde una terraza, y siento que el paso del tiempo no es hacia adelante, sino hacia adentro.
 

martes, 14 de octubre de 2025

Cuatro sombras en la plaza…

La tarde mendocina hervía, como siempre, despacio bajo un sol de enero que parecía caer en diagonal sobre las veredas. De nada ser vía refugiarse en las arboledas aledañas a las acequias. En el centro, el colectivo de la línea 1 avanzaba por la avenida San Martín como un animal cansado, resoplando entre frenadas bruscas y cuerpos apretados, cansados y sudorosos. Dentro, pegada a la tercera ventanilla del lado del conductor, que se empañaba por su tibia respiración, se encontraba Jessica, una chica de poco más de veinte años que observaba los árboles rectos de la calle Colón mientras se mecían apenas con el viento seco y caluroso. Tenía los auriculares puestos, pero la música de los Rolling Stones se desdibujaba entre las conversaciones ajenas, las vibraciones plásticas y metálicas y un bebé que lloraba desesperadamente en la parte trasera. En su mochila llevaba apuntes subrayados a medias y fotocopias arrugadas; había dejado la facultad a mitad del año pasado y había vuelto sólo por el orgullo de su madre, Estela. Su padre Pablo, en cambio, le repetía que eligiera algo “serio” porque soñar no pagaba las cuentas. Sintió el peso de esas palabras como si todavía le martillaran la nuca. Miró su propio reflejo distorsionado en el vidrio y deseó, apenas como un pensamiento fugitivo: “Ojalá alguien me entienda.”
El colectivo frenó a la altura de calle Espejo y el sonido del timbre se mezcló con un frenazo que hizo tambalear a los más distraídos. La chica descendió con una torpeza disimulada, sostuvo la mochila con fuerza y dejó atrás el murmullo embotellado del vehículo. El aire exterior le recorrió la cara, le pareció casi tan pesado como el de adentro del bondi.
A unas cuadras de ahí, sobre calle 9 de Julio, un hombre mayor, Oscar, caminaba con pasos contenidos, como si las baldosas pudieran romperse bajo sus zapatos gastados. Llevaba desde hace unos días una camisa beige desteñida, un pantalón marrón obscuro de pana y una bolsa de plástico en la mano derecha, que crujía con cada oscilación realizada por sus pasos. Dentro había medio kg. de pan, tres manzanas pequeñas y un blister de pastillas para la presión. Con la mirada perdida en algún lugar del horizonte, pensaba en su pasado; había sido mecánico durante cuarenta años en un taller de Godoy Cruz, pero ahora, con la jubilación mínima, apenas le alcanzaba para vivir con decoro. Lo frustraba no el presente, sino la idea de haber sido víctima de un sistema que no le permitiera vivir mejor. También pensaba en su difunta mujer, Margarita, que había fallecido hacía un mes. Pasó frente a un local cerrado, con sus persianas grafiteadas, y vio el reflejo borroso de su silueta inclinada. Una lágrima se le escapó por el barranco de sus ojos. Sin pensarlo, y sin decirlo tampoco, le pasó por dentro una frase que no tenía destinatario visible: “Ojalá alguien me entienda.”
Se ajustó la bolsa contra el cuerpo y siguió rumbo hacia la Plaza Independencia, buscando sombra y un poco de aire fresco.
En el Hospital Central, las luces frías y blancas parecían no tener reloj. La sala de guardia estaba llena de murmullos, toses, olor a desinfectante y café recalentado. Sentada en una de las sillas de plástico, una mujer joven, Sandra, sostenía a su hijo, Tiziano, dormido sobre sus piernas. Él respiraba con suavidad, agotado por la fiebre que recién había cedido hacía una hora. En su mano izquierda tenía arrugado un papel con resultados clínicos que todavía no se animaba a abrir. Había llegado de Guaymallén a las cuatro de la mañana, después de una noche sin dormir, y ahora el cansancio le vibraba en los huesos y nervios. Durante muchos años se la rebuscó trabajado como vendedora ambulante y últimamente limpiaba casas por horas; la vida se le había vuelto una sucesión de esperas, dilaciones y trámites postergados. Le acarició el pelo al niño, lo acomodó contra su pecho y contuvo un suspiro que no quería convertirse en llanto. Fue entonces que sintió, como una oración sin voz, el brote silencioso de un deseo mínimo: “Ojalá alguien me entienda.”
Se puso de pie con el chico en brazos y salió por el pasillo hacia la calle Alem, buscando un pedacito de tarde que no pesara tanto como el agobiante interior de aquel lugar.
En la Plaza Independencia, un adolescente, Matías, estaba hundido en el banco de cemento como si formara parte de él. La pantalla del celular iluminaba su cara con un brillo que contrastaba con la sombra de los árboles. Hacía rato que no recibía mensajes y jugaba con el brillo como para mantener los dedos ocupados. Su hermano mayor, Nicolás, se había ido a Chile hacía dos años, prometiendo volver, pero sólo enviaba mensaje de voz esporádicos que sonaban alegres y levemente ajenos por el acento de su voz que se iba mimetizando de a poco con el chileno. La casa se le había vuelto demasiado grande, demasiado quieta cuando, Olga, su madre salía a trabajar. Observó a un grupo de chicos patinando cerca de la fuente, pero no se levantó, el calor era insoportable. El cielo empezaba a dorarse detrás de los edificios y algo en su pecho se tensó con discreción. Apenas movió los labios, dejando escapar un murmullo inaudible: “Ojalá alguien me entienda.”
El sol comenzaba a declinar su presencia, cuando los cuatro, sin saberlo, empezaron a converger hacia el mismo borde de la plaza. Jessica que había bajado del colectivo cruzó por la calle Rivadavia, rodeando un puesto de diarios que estaba cerrado. Oscar dobló desde Colón con su bolsa de plástico aferrada al costado. Sandra salió del hospital y caminó despacio por avenida España con Tiziano dormido en sus brazos, siguiendo la línea de los plátanos que daban sombra intermitente. Matías, cansado de esperar un mensaje que no llegaba, se puso de pie con cierto desgano y caminó hacia la esquina más cercana, junto a las baldosas húmedas de la fuente principal.
Allí, en una vereda donde nadie se conocía, los cuatro se cruzaron sin mirarse demasiado, apenas compartiendo el mismo aire que comenzaba a tornarse tibio, que arrastraba olor a tierra regada y restos de smog. Jessica ajustó la correa de su mochila, Oscar cambió la bolsa de mano, Sandra resguardó el cuerpo dormido de Tiziano contra su pecho y Matías guardó el celular en el bolsillo trasero del jean.
Ninguno habló. Ni siquiera se detuvieron. Pero en el instante sutil en que sus pasos coincidieron sobre las baldosas claras, algo los envolvió como una corriente muda, una verdad compartida que no necesitaba palabras. Y sin saber por qué, o quizá sabiéndolo demasiado, el mismo pensamiento se encendió en la profundidad de cada uno:
“Todos estamos rotos.”
No hubo pausa dramática ni miradas reveladoras. Sólo el murmullo de la ciudad, el cielo ardiendo en tonos rosados, y cuatro vidas distintas que, por un segundo, respiraron la misma herida.

viernes, 26 de septiembre de 2025

Soliloquio con Romina I...

No espero que me respondas, sólo te pido que me escuches esta noche. Sé que nunca vas a estar de acuerdo, pero hay muchas cosas que no sabés y que quiero decirte. Es probable que no te gusten las palabras que elija, ni el tema, porque sé que te incomoda, pero ya sabés, nunca me sale mentir.
Durante años creímos que el compromiso estaba arraigado al amor, que allí es donde nos encontrábamos con el otro; pero en realidad, descubrimos que era un pacto de dependencia afectiva que encubre lo que llamamos estabilidad. El deseo de construir y de funcionar, con el tiempo se disuelve al comprobar que la validación hacia el otro se convierte en una misión emocional que requiere ocultar necesidades personales para el funcionamiento medido de la intensidad y convivencia. El desequilibrio crece, al igual que la necesidad de presencia del otro, pero el esfuerzo pasa a ser una obligación y no una elección.
Adaptación, ese término nos conoce mejor que nadie, conoce nuestros cambios en los tonos de voz, sabe de nuestros gritos silenciosos para no mostrar una imagen agresiva, reconoce nuestros filtros en forma de oraciones para no incomodar al otro, nos observa realizar concesiones diarias, guardar silencio, para mantener una paz, tan frágil como cualquier inicio de discusión que se avizore en el horizonte. Dejamos de ser nosotros, para ser un reflejo de lo que la imagen que nos formaron de chicos quiere que seamos, de lo que el otro quiere que seamos, pero como todo reflejo, desaparece con el paso del tiempo.
Abandono disfrazado de silencio, de rechazo, de seriedad. Lo vivimos, los ejercimos, lo conocemos bien. El temor de parecer unos villanos al enfrentarnos a valores con los que crecimos y que no comprendemos del todo ahora, porque no somos los mismos, porque nuestros rostros y gestos emigraron y en el presente nos encontramos con la representación de lo que somo y que muchas veces choca con lo que fuimos. Aquel lazo histórico con nuestras creencias hace tiempo que comenzó a debilitarse, y lo peleamos, creo que inútilmente.
El insomnio, vos sabés de lo que hablamos, de esa ansiedad que no decrece, ni se va con el correr de las horas. Damos vueltas en la cama, la cabeza no nos dice nada, los ojos están cerrados, pero sin embargo no conciliamos el sueño. ¿Cuándo nos olvidamos de nosotros para no ser olvidado por los demás? La validación, los sobresfuerzos, la presencia, las ceremonias y rituales diarios, pierden sentido, porque hay algo que se despertó y que no quiere volver a esconderse.
Nuestro cuerpo, la mente, el espíritu, todo nos clama por aire fresco, por una nueva aventura que rompa con la parsimonia de la rutina burguesa que nos creamos. Aquello que es cotidiano e insaciable, pierde fuerza. Entonces nos alejamos, respiramos profundo, vemos a la distancia y encontramos aquello que habíamos perdido por mantener el nosotros… La paz deja de ser un premio. Y así, con decisiones microscópicas, seriedad y silencio, comenzamos la reconstrucción, creemos que es definitivo, pero sin rencor, ni con manifestaciones de necesidad.

lunes, 8 de septiembre de 2025

Soliloquio con Romina...

No espero que me respondas, sólo te pido que me escuches esta noche. Sé que nunca vas a estar de acuerdo, pero hay muchas cosas que no sabés y que quiero decirte. Es probable que no te gusten las palabras que elija, ni el tema, porque sé que te incomoda, pero ya sabés, nunca me sale mentir.
Nuestras relaciones dejaron de ser románticas para convertirse en un espejo que refleja lo que los demás esperan de nosotros. Si aquello no se cumple, se descarta, por su inutilidad. La entrega se oxida y la sensación de vacío crece de manera descomunal. La seducción, el refuerzo del vínculo, se vuelve algo rutinario, agotador y predecible. Ya hemos visto parejas que terminaron por lo mismo, y aunque buscamos resistir, conocemos como termina aquel tango. Nos volvemos indiferentes por supervivencia.
Con el correr del tiempo aprendimos a aguantar, todo: los dolores, las pérdidas, los sacrificios con vista en el futuro. Las promesas jamás cumplidas se volvieron una rutina y la esperanza perdió el valor que otrora supo tener. Nadie sabe ver el sacrificio que todo ello conlleva, el peso se hace más grande e invisible y al hastío comienza a germinar. Un contrato existencial inexistente que se formaliza de hecho, un grito acallado que se subraya entre líneas.
Durante años se nos crió con el mandato de que debíamos ser fuertes para soportar las adversidades de la vida y con esa premisa, nos fuimos fabricando máscaras, pero nunca alcanzó, siempre se nos pidió que seamos más fuertes. Cuando lo logramos, se nos solicitó un poco más de sensibilidad. A ello se le fue sumando que seamos estables y agradecidos, empero también, que no nos volvamos aburridos con el personaje que nos solicitaban ser. “Tenés que estar al servicio para ser reconocido” … Y así cada vez nos fuimos alejando más de quiénes éramos. Y así, dejamos de ser nosotros, para ser otros.
La herida se ahonda cuando uno se la pasa queriendo merecer al amor. La ilusión se cristaliza, la mirada se pierde y opaca, y entonces, de a poco, uno se va convirtiendo en un fantasma que recorre lugares conocidos en la búsqueda de olores, sabores y sensaciones familiares, pero que ya no están. Por consiguiente, los mensajes se hacen distantes, los gestos como flores desaparecen, como también las ganas de sorprender al otro. El silencio gana territorio.
Nos acusan de ser egoístas, de estar alejados, de no hablar tanto y es que cuando uno busca la paz en un mundo que exige otras cosas, encontrarla es la mayor de las victorias. Aquella victoria no es demostrable, pero se siente cuando mojas los pies en el arroyo mientras contemplas las estrellas en la noche, o manejas kilómetros para llegar a un lugar inexplorado. No es necesario medir las palabras a utilizar, ni gesticular menos. Elegimos que no queremos soportar más lo que antes nos curaba.
Nos volvimos fríos, nos cambió el mundo, la cicatriz muestra lo que fuera una herida que ya no duele, pero está allí con su marca. El renacer es crudo y doloroso. El sobrevivir o salvarse, se convierte en la nueva premisa. El mundo no es el mismo, porque no somos los de antes. La ilusión queda tapada por la realidad, los sueños se vuelven de cabotaje. Ahí es donde nos reencontramos, exploramos nuevos lugares en nosotros, buscando la comodidad.
Todo grito es urgente, pero en nuestro nuevo despertar, el silencio labra el surco con su profundidad. La ausencia se hace presenta ante las exigencias, de los intentos de relacionarse soportando reproches. Una brújula marca el camino donde dejamos de buscar el agrado de los demás, para encontrarnos.

sábado, 30 de agosto de 2025

Deslumbramiento...

Cuando eliminas lo imposible, lo que queda es siempre descorazonador. Tristeza es una palabra pobre para describir lo que nos pasa, pero siempre se torna difícil adjetivar cuando el concepto es enorme y las palabras no alcanzan.
Las respuestas a las preguntas pueden deslumbrarnos; es siempre curioso como a veces, se oculta todo bajo ese brillo. Es difícil ver con ese resplandor, pero es mejor que no ver absolutamente nada por la obscuridad. En aquel deslumbramiento nos solemos hallar desnudos ante lo impensado, y también, fortificados en una nueva convicción, pero lo que verdaderamente importa es permitirnos saborear aquel destello, quitándonos el velo y aceptando que no sabemos nada, ni siquiera quiénes somos.
Hay tantas verdades como visiones, eso suelen decir. No se puede volver al pasado para ser testigos de lo ocurrido, pero siempre se puede buscar la verdad en los vestigios de los testimonios, en las miradas, en la efusividad de sus gestos, en lo que los pensamientos de las personas y en lo que sus interpretaciones derivan y convidan.
Algunos fulanos, sabiendo que van a morir, cuentan su historia. No somos nada más que eso... una historia. Muchas veces, la historia que nos llega está viciada de interpretaciones, matices y sesgos; y convierten aquella original en una nueva versión. Como humanos que somos, nos encanta confundirnos y conformarnos con aquello que mejor se adecúa a nuestros razonamientos, perspectivas, vivencias, creencias o realidad. En esas aguas seguras, nadamos, conformistas, celebrando el paso de los días.
Las historias le dan sentido a la existencia, al mundo. Nos hacen humanos y de cierta forma nos reconforta todo eso. Contarnos historias, aunque no sean ciertas, nos hace lo que somos.
En la vida nunca tenemos toda la información, hacemos lo que podemos con la información que tenemos y esperamos que eso sea lo indicado.
Mientras caminamos esta avenida de una sola mano, algunos nos divertimos jugando con los pequeños, riendo, enseñando, emborrachándonos y enamorándonos de señoritas inalcanzables, sólo para saborear por breves instantes, un poco de la razón y el sinsentido de todo esto que no comprendemos y que evadimos interpretar. Pero a veces, uno llega a distinguir cierto brillo en los ojos de los que entienden un poco más, un brillo opaco qué al ser advertido, nos dice...

miércoles, 2 de julio de 2025

Irán... pronto Pakistán

Ya se sabe, nada bueno viene tras citar al "mundo libre", aquella definición ambigua y atlantista que acuña occidente como un bien adquirido, resguardado en portaaviones y submarinos nucleares, protegidos con escudos misilísticos bajo el nombre de Dios. Sólo basta con no pertenecer en credo, o plantear una diferencia disruptiva para que la alarma suene, para que una sirena se active y con ella, la mirada del "bien y el orden" caiga sobre un nuevo, o no tan nuevo objetivo.
Los mapas, otrora fuente invalorable de información, hoy son un lienzo donde se perfilan las acciones a seguir, desde un país que no tiene frontera reconocida, producto de una promesa en antiguos escritos sagrados y sostenido por potencias vencedoras (y no tanto) en la última gran guerra. Aquellos protocolos de supuestos sabios guían el accionar de gobiernos que se dejan abrigar por aquellas ideas y definen los destinos de quienes están en su mira.
Y lo sabés bien, no existe el ataque preventivo, sólo la diplomacia lo es. Cuando los gritos de guerra suenan, es muy sencillo dejarse llevar por ellos. Es el día de hoy que me pongo a reflexionar, y como resultado de ello, entiendo que los conflictos entre países casi siempre son por cuestiones limítrofes. Desacuerdos fronterizos o conflictos entre naciones son la mecha que incineran todo. Pero me cuesta mucho comprender los conflictos entre países o naciones que están distantes, toda vez que carecen de sentido común.
Mi país tiene un conflicto eterno con una potencia  a más de diez mil km, que sólo se sostiene por aquel antiguo orgullo colonial y en respuesta al gran sacrificio que tuvo que hacer para mantener aquel enclave en las gélidas aguas del Atlántico Sur. Al parecer al sionismo no le alcanza con Palestina. Debía ir a buscar una excusa a dos mil km de su frontera para afianzar su dominio en la región. Según se puede observar el procedimiento es de lo más sencillo: sólo basta con afirmar que un país tiene armas nucleares, armas de destrucción masiva o químicas para que con total impunidad y sin control alguno, se desarrollen acciones militares preventivas... No es conveniente enviar misiones de paz de la ONU, tampoco veedores internacionales para constatar la veracidad de las afirmaciones. Ya lo vimos con Irak hace tiempo.
No deja de dolerme "el mundo libre", con su visión occidental, atlantista, anglosionista que no permite, ni respeta las diversidades culturales, o deseos soberanos de naciones que no se alineen a su visión global. Me duele que se llevan adelante atrocidades como las que vienen ocurriendo desde hace décadas. Me duele que sea en nombre de la libertad. Me duele que el mundo libre no lo sea, ni permite que cada nación busque en el futuro el camino que mejor crea conveniente. Me duele a mi, te tiene que doler a vos, aunque sea un poco, aunque no estén del todo de acuerdo, porque en el interior, si respirás profundo y lo pensás bien, con seguridad vas a cuestionar el método, y si así lo hacés, entonces, estás cuestionando lo mismo, y eso no hace libres.

lunes, 2 de junio de 2025

El reloj de arena…

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos. Recuerdo que estaba algo nervioso por volver a verla, pero también sabía que debía enfrentar esa situación. Había algo que me lo pedía en mi inconsciente.
Encendí el motor y el ciclo Diesel respondió como debía hacerlo. Respiré profundo y fijé la vista más allá del capot. La ruta estaba llena de camiones y polvo, el viento hacía gala de su presencia tirando hacia la derecha. Con movimientos calculados trataba de mantener el rumbo, a sabiendas de que no iba a ser sencilla aquella noche…
Una vez allí, bajé de manera instintiva, casi sin pensar y toqué el timbre. Miré al piso mientras la puerta se abría y en un instante el mundo se detuvo al escuchar su voz. Todo era familiar, como si el tiempo no hubiera pasado. Su mirada, su sonrisa, sus ademanes. Puedo jurar que la iluminación fría no me molestó.
Me invitó a sentarme mientras sacó una botella de vino. Sabía como agasajarme. Nos miramos un rato, sin decir una palabra, contemplando lo que el paso del tiempo había hecho para los dos. No sabía que decir… calculo que ella tampoco.
Con su ternura habitual me preguntó cómo estaba; yo intenté disimular mi realidad entre arcaísmos y sinécdoques. Ella me miró, me conocía bien, sin embargo, prefirió creer en mis argucias y subterfugios. Sabía que era vano cualquier intento para ahondar más allá en detalles. Su mirada estaba intacta, llena de esperanza y alegría (aunque en el fondo yo veía más).
Sacó un reloj de arena, como si fuera una maga, lo hizo desde abajo de la mesa. Quedé anonadado al verlo. Su risa dijo todo, sin decir nada.
—Este reloj de arena lo compré pensando en vos —dijo, con tono misterioso—. El tiempo no es eterno, por eso te propongo que mientras dure lo que la arena nos permita, seas totalmente sincero conmigo.
La miré de reojo, sabía que el duelo no era de igual a igual, menos cuando jugaba de visitante. Sostuve mi mirada, serio, pensando en sus palabras.
—¿Cuál es la trampa? —pregunté con una sonrisa.
—La trampa es que sólo vos podés responder o hablar. Yo sólo escucho, pregunto y veo —respondió, con un brillo perspicaz en sus ojos marrones, mientras servía una copa de vino para ambos y le dio un fuerte sorbo a su copa.
Quedé expectante, algo en la propuesta no me gustaba, si me pongo a pensar en aquel momento, hubiera querido un mano a mano, un ida y vuelta. Pero siempre con ella las cosas no me salen como quiero y de algún modo, con el paso del tiempo entendí (comprendí), que el timón siempre era suyo.
—Acepto —dije—, pero con una condición.
—¿Cuál? —preguntó, frunciendo el ceño.
—Que finalizado el ritual, me des el beso más hermoso.
Ella rió, con la ternura que la caracterizaba.
—Vamos a ver, depende de cómo salga —arremetió.
Sonreí, sin dejar de ver sus labios.
Entonces, dio vuelta al reloj de arena y mirándome fijo dijo:
—El tiempo corre, como corre la vida. Sabés que no es algo infinito, por eso es que voy a ser rápida en algunas cuestiones, y te pido que no me vengas con divagues heroicos o divagantes—exclamó, clavando su mirada en la mía.
—Así será —respondí, sin dejar de sostener mi mirada en la suya.
—¿Cómo pensás tus próximos años? —indagó con astucia.
—No lo sé. No me veo con un horizonte claro en el futuro. Estoy tratando de sacarme el enojo de los últimos meses… mis pérdidas, mi lejanía. Veo todo como si estuviera observando desde un catalejo. Todo es distante, a veces medio borroso, veo niebla —respiré profundo, buscando aclarar mis ideas— creo que perdí el rumbo, otra vez. Ya no me conmuevo con las cosas que antes lo hacían. Intento encontrar belleza en donde la encontraba y no la hallo. Creo que me encerré en mi seguridad… mi casa, mis mascotas… quizás en alguna historia que invento.
Ella me miró, haciendo un leve gesto de asentimiento.
—Vos sabés, tanto como yo, que cuando caiga ese último granito de arena, no nos vamos a llevar nada. Y si te animás a pensar en serio, sabés que, a lo mejor, nada de esto tenga sentido— dije, dando un sorbo profundo a la copa.
—No te ponga metafórico —dijo, sirviendo un poco de vino en mi copa— A este ritmo vamos a necesitar un tubo más.
Sonreí, pensando que era inevitable lo que proponía.
 —¿Qué venís pensando en este tiempo? —propuso, bebiendo vino, sin dejar de mirarme a los ojos.
—Creo que en nada —respondí, dándole un sorbo corto a la copa.
—Dale, te conozco. Veo cuándo te evadís —dijo entre risas.
—¿En serio? —indagué.
—¡Claro!, te veo en los gestos. Tomar vino, evadir la mirada, esa mueca que ponés con los labios de costado —dijo—.
En ese momento, me sentí incómodo, como si estuviera desnudo, a la intemperie.
—¿Estás triste? —preguntó tras un silencio—.
—Creo que si —dije sin pensar— pero siempre estoy triste.
—¿Por qué? —interrogó con argucia.
Sonreí, una forma estúpida de evadirme.
—Creo que es porque no se me da el mundo a mi forma de ser.
—¿Y cómo es ese mundo? —consultó.
—Menos injusto —respondí de modo espontáneo.
—Pero entonces lo que vos querés es una utopía —inquirió.
—No, no soy tan romántico, sólo quiero algo más justo, algo que entiendan todos —respondí mirando al reloj.
—¿Y cómo es eso? —preguntó acercando su mano a las mía.
Pude sentir el frío de sus manos en las mía. Recordaba bien esa sensación.
—Tenés las manos frías —dije.
—Y los pies también —respondió.
—Entonces vayamos a calentarlos —propuse.
Ella sonrió. Me miró fijo y con su pierna, por debajo de la mesa, acarició la mía.
—No te olvides de la propuesta que consensuamos —dictaminó.
La miré con ternura, sin proferir palabra alguna.
—¿Extrañás al pasado?
—Si, claro, siempre —respondí, con seguridad.
—¿Por qué?
—Creo porque es… —miré al reloj de arena— porque no se puede cambiar, no se puede volver, porque es lo que nos hace lo que somos.
Ella me miró, se quedó pensando un instante, luego miró al reloj. Sonrió, finalmente.
—¿Volverías a Buenos Aires? —preguntó, mientras tomaba vino.
—Creo que no —dije de manera rotunda.
—¿Por qué? —preguntó mirando el reloj de arena que se que agotaba y volviendo su mirada a la mía.
—Porque no hay nada allá que me conmueva —respondí.
—¿Y acá? —disparó como un arpón.
—Tampoco —solté sin pensarlo.
Ella me miró sorprendida, mientras acabábamos la botella de vino. Se levantó sin decir palabra alguna buscar otra botella, mientras mi mirada no se apartaba de aquel reloj.
—¿Quién sos? —preguntó mientras descorchaba la otra botella.
—Un tipo que, como muchos, hace lo que puede, con lo que tengo, con mi educación, con mis valores, con mi nivel cultural. A veces hago las cosas equivocándome —hice una pausa para beber— busco que los demás encuentren la felicidad, el placer intelectual y cultural, y creo que lucho y trabajo por eso… quiero morir pensando que trabajé por ello y que lo que hice trascienda mi vida…
Ella asentía mientras hablaba, midiendo mis palabras.
—Pero vos sabés que vivo haciendo cagadas, que me enojo, que hago cosas que están mal, que no me acepta todo el mundo y a veces puedo parecer soberbio; pero sin embargo, pienso que lo que pude haber hecho, pudo haber sido más… siempre voy a ser muy autocrítico… quizás debería haber gritado o tener más carácter, pero siempre hice lo que pude con lo que tengo y creo no estar solo en ello.
—Creo que no —respondió. Se está terminando el tiempo
—Veo —dije, bebiendo un poco.
—¿Hay algo que me quieras decir? —preguntó.
—Muchas cosas, pero no es el momento —dije, viendo cómo caía el último grano de arena.

jueves, 6 de marzo de 2025

En absoluta secrecía...

La impresionante suposición de que un momento en el tiempo puede ser marcado por la infinita complejidad que una tragedia supone, un bucle al que nos sometemos para no ser soltados. La finitud se disfraza de nuestra condición.
Creamos las cosas en nuestros pensamientos y luego lo pasamos a lo físico, buscando eternamente una estrella que quizás nunca alcancemos, pero es peor llegar a viejos sin nunca haberlo intentado. Es la circularidad del tiempo la que nos somete y nos doma en la más absoluta secrecía.
La indescriptible unión basada en cenizas, sólo deriva en la consecuente consecuencia del desagrado. Estamos hechos de la madera de los sueños, somos sueños que sueñan, dos notas que no pueden sonar sin la otra, por eso este pobre quiere vivir, aunque la angustia sea suprema.
Si la muerte es liberadora, es nuestro remedio, pero en medio está la necesidad innata de conocer lo que nos despertó y allí agazapada está la ciencia. Es necesario conocer para vivir y aquella necesidad de vivir, fuerza a la ciencia a que se ponga a su servicio... buscamos en la vida siempre la verdad. 
Cicatrices... aquel recuerdo de lo que se rompió, de lo creado con dolor y que el tiempo disfrazó de otra manera, pero ¿Y si el tiempo es sólo eso y no hay más? ¿Cómo se quita ese dolor? Uno nace, crece y al final las horas se eternizan, con promesas al mar, con sueños, canciones y poesías... Todavía nos queda tanto por vivir entre vos y yo... 

martes, 4 de febrero de 2025

Desatino...

Cuando se está en un mismo lugar te parece que nada cambia, que la sucesión de días no trae nada nuevo consigo. Todo parece indiferente, inalterable, casi sin un sentido… pero después, cuando te vas por un tiempo largo y decidís volver, todo es diferente. Es en ese momento donde se rompe aquel hilo que te ligaba a ese lugar. Recorrés con la mirada todo y no lográs reconocer lo familiar, no encontrás lo que buscas; lo que era tuyo desapareció.
Miraba por la ventana, apoyando el mentón en la palma de mi mano derecha. Observaba con admiración la infinita sucesión de nubes y me dejaba seducir por el sonido de los motores y el paisaje que estaba debajo. La azafata me llamó señor dos veces, hasta que salí del trance. No me gustó que me llamara así.
Lo mejor de los viajes es poder volver, reencontrarse con paisajes, recuerdos y anécdotas. Sin dudas el mejor de los paisajes es el de los amigos que sé que me están esperando con una copa de vino, aquella copa que permite que me abran la puerta de sus corazones y de sus secretos.
Lo cierto es que soy afortunado de tenerlos conmigo, y aunque a muchos los he perdido con el paso del tiempo, a veces me voy a la juventud a renovar aquellas amistades. En la nada está la explicación del todo... Por eso cuando con mis amigos estallamos de risa en las fiestas, bailamos borrachos, hacemos carnes asadas, o cantamos, hay un momento casi imperceptible, donde nos miramos a los ojos, y cierto brillo, en nuestro encuentro fugaz, nos dice que sabemos lo inevitable... Vamos a morir.

jueves, 17 de octubre de 2024

Callar y que hable el viento…

Se hace difícil leer los labios del silencio,
y contener la respiración ante tu mirada.
Tus manos pequeñas no me sostienen
y me caigo agitando banderas blancas.
Mostrando los dientes digo que muero
por vos y enviudo con tu mirada.
Pasos al costado, lluvia en la ventana,
triunfar es llegar al fin de una ilusión
como aquel viejo y gastado refrán.
 
Un verso voy a escribirte cuando esté triste,
dopando las endorfinas que generan este amor.
Siempre con miedo en el corazón,
el espejo me devuelve una mirada de desesperación.
Cada encuentro sabe a despedida
y entre mis te quiero
y tus nos vemos,
mi futuro se baña en melancolía.
 
En esta noche miles cenando y compartiendo,
afuera, soldados rindiéndose
en esta guerra contra el olvido.
Lágrimas se desparraman
y no sé si vale la pena sufrir por vidas ajenas.
 
Y me pierdo día a día por ahí,
coleccionando todo lo que perdí.
Me bato a duelo los domingos,
sin padrinos, ni pistolas,
mirando lo que el tiempo hizo conmigo
solo, frente al espejo que ladra y muerde.
 
¿Qué dirán los vecinos viéndome
deambular como un zombi borracho?
Si me vieras llorando en los rincones
con tu ausencia abrazándome.
Muerdo el polvo del olvido,
gritando que soy un Cyrano de cartón
que se enreda cada vez que hablan de vos.