No espero que me respondas, sólo te pido que me
escuches esta noche. Sé que nunca vas a estar de acuerdo, pero hay muchas cosas
que no sabés y que quiero decirte. Es probable que no te gusten las palabras
que elija, ni el tema, porque sé que te incomoda, pero ya sabés, nunca me sale
mentir.
Nuestras relaciones dejaron de ser románticas para convertirse en un espejo que refleja lo que los demás esperan de nosotros. Si aquello no se cumple, se descarta, por su inutilidad. La entrega se oxida y la sensación de vacío crece de manera descomunal. La seducción, el refuerzo del vínculo, se vuelve algo rutinario, agotador y predecible. Ya hemos visto parejas que terminaron por lo mismo, y aunque buscamos resistir, conocemos como termina aquel tango. Nos volvemos indiferentes por supervivencia.
Con el correr del tiempo aprendimos a aguantar, todo: los dolores, las pérdidas, los sacrificios con vista en el futuro. Las promesas jamás cumplidas se volvieron una rutina y la esperanza perdió el valor que otrora supo tener. Nadie sabe ver el sacrificio que todo ello conlleva, el peso se hace más grande e invisible y al hastío comienza a germinar. Un contrato existencial inexistente que se formaliza de hecho, un grito acallado que se subraya entre líneas.
Durante años se nos crió con el mandato de que debíamos ser fuertes para soportar las adversidades de la vida y con esa premisa, nos fuimos fabricando máscaras, pero nunca alcanzó, siempre se nos pidió que seamos más fuertes. Cuando lo logramos, se nos solicitó un poco más de sensibilidad. A ello se le fue sumando que seamos estables y agradecidos, empero también, que no nos volvamos aburridos con el personaje que nos solicitaban ser. “Tenés que estar al servicio para ser reconocido” … Y así cada vez nos fuimos alejando más de quiénes éramos. Y así, dejamos de ser nosotros, para ser otros.
La herida se ahonda cuando uno se la pasa queriendo merecer al amor. La ilusión se cristaliza, la mirada se pierde y opaca, y entonces, de a poco, uno se va convirtiendo en un fantasma que recorre lugares conocidos en la búsqueda de olores, sabores y sensaciones familiares, pero que ya no están. Por consiguiente, los mensajes se hacen distantes, los gestos como flores desaparecen, como también las ganas de sorprender al otro. El silencio gana territorio.
Nos acusan de ser egoístas, de estar alejados, de no hablar tanto y es que cuando uno busca la paz en un mundo que exige otras cosas, encontrarla es la mayor de las victorias. Aquella victoria no es demostrable, pero se siente cuando mojas los pies en el arroyo mientras contemplas las estrellas en la noche, o manejas kilómetros para llegar a un lugar inexplorado. No es necesario medir las palabras a utilizar, ni gesticular menos. Elegimos que no queremos soportar más lo que antes nos curaba.
Nos volvimos fríos, nos cambió el mundo, la cicatriz muestra lo que fuera una herida que ya no duele, pero está allí con su marca. El renacer es crudo y doloroso. El sobrevivir o salvarse, se convierte en la nueva premisa. El mundo no es el mismo, porque no somos los de antes. La ilusión queda tapada por la realidad, los sueños se vuelven de cabotaje. Ahí es donde nos reencontramos, exploramos nuevos lugares en nosotros, buscando la comodidad.
Todo grito es urgente, pero en nuestro nuevo despertar, el silencio labra el surco con su profundidad. La ausencia se hace presenta ante las exigencias, de los intentos de relacionarse soportando reproches. Una brújula marca el camino donde dejamos de buscar el agrado de los demás, para encontrarnos.
Nuestras relaciones dejaron de ser románticas para convertirse en un espejo que refleja lo que los demás esperan de nosotros. Si aquello no se cumple, se descarta, por su inutilidad. La entrega se oxida y la sensación de vacío crece de manera descomunal. La seducción, el refuerzo del vínculo, se vuelve algo rutinario, agotador y predecible. Ya hemos visto parejas que terminaron por lo mismo, y aunque buscamos resistir, conocemos como termina aquel tango. Nos volvemos indiferentes por supervivencia.
Con el correr del tiempo aprendimos a aguantar, todo: los dolores, las pérdidas, los sacrificios con vista en el futuro. Las promesas jamás cumplidas se volvieron una rutina y la esperanza perdió el valor que otrora supo tener. Nadie sabe ver el sacrificio que todo ello conlleva, el peso se hace más grande e invisible y al hastío comienza a germinar. Un contrato existencial inexistente que se formaliza de hecho, un grito acallado que se subraya entre líneas.
Durante años se nos crió con el mandato de que debíamos ser fuertes para soportar las adversidades de la vida y con esa premisa, nos fuimos fabricando máscaras, pero nunca alcanzó, siempre se nos pidió que seamos más fuertes. Cuando lo logramos, se nos solicitó un poco más de sensibilidad. A ello se le fue sumando que seamos estables y agradecidos, empero también, que no nos volvamos aburridos con el personaje que nos solicitaban ser. “Tenés que estar al servicio para ser reconocido” … Y así cada vez nos fuimos alejando más de quiénes éramos. Y así, dejamos de ser nosotros, para ser otros.
La herida se ahonda cuando uno se la pasa queriendo merecer al amor. La ilusión se cristaliza, la mirada se pierde y opaca, y entonces, de a poco, uno se va convirtiendo en un fantasma que recorre lugares conocidos en la búsqueda de olores, sabores y sensaciones familiares, pero que ya no están. Por consiguiente, los mensajes se hacen distantes, los gestos como flores desaparecen, como también las ganas de sorprender al otro. El silencio gana territorio.
Nos acusan de ser egoístas, de estar alejados, de no hablar tanto y es que cuando uno busca la paz en un mundo que exige otras cosas, encontrarla es la mayor de las victorias. Aquella victoria no es demostrable, pero se siente cuando mojas los pies en el arroyo mientras contemplas las estrellas en la noche, o manejas kilómetros para llegar a un lugar inexplorado. No es necesario medir las palabras a utilizar, ni gesticular menos. Elegimos que no queremos soportar más lo que antes nos curaba.
Nos volvimos fríos, nos cambió el mundo, la cicatriz muestra lo que fuera una herida que ya no duele, pero está allí con su marca. El renacer es crudo y doloroso. El sobrevivir o salvarse, se convierte en la nueva premisa. El mundo no es el mismo, porque no somos los de antes. La ilusión queda tapada por la realidad, los sueños se vuelven de cabotaje. Ahí es donde nos reencontramos, exploramos nuevos lugares en nosotros, buscando la comodidad.
Todo grito es urgente, pero en nuestro nuevo despertar, el silencio labra el surco con su profundidad. La ausencia se hace presenta ante las exigencias, de los intentos de relacionarse soportando reproches. Una brújula marca el camino donde dejamos de buscar el agrado de los demás, para encontrarnos.