Hacía frío, apenas una sopa tibia lo alimentó esa noche, mientras “sentado” sentía sus huesos doloridos que le reclamaban un poco de bienestar. El frío metálico del arsenal no servía de cobija, más sólo era aquella salvación, la disuasión ante posibles ataques, a pesar del mal estado en el que se encontraba y de su dudoso poder de defensa. A pesar del cansancio, aún tenía esperanzas.
La noticia de la muerte del general no se hizo esperar, muchos de sus compañeros corrieron a atender asuntos más importantes que mantener una batalla que ya se suponía estaba perdida, de repente un ataque sorpresivo, escombros volando por todos lados le hicieron comprender que debía defenderse, se puso al pie del cañón y disparó. Funcionó, los ataques cesaron pronto.
En otro lado, lejos de todo esto que relaté con anterioridad, y mientras todo aquello ocurría, doctorados en relaciones exteriores pactan negociaciones basadas en documentos, tratados y pactos que sólo ellos comprenden y saben usar, las ambiciones afloran en esas reuniones, el resultado final es conocido sólo por ellos.
Ya sin poder soportar tanto dolor por tanta sangre derramada y tanta masacre sin reconocimiento, la viuda del general concurre a un hotel utilizando un nombre falso, para no ser reconocida, sólo un objetivo en su cabeza, vengar la memoria de su marido y de aquellos que dieron su vida por una causa justa. Sus cartas desde el exilio prometen regresar un poco de luz ante tanta obscuridad.
Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo un camino que llevaba una casa. Con mucho cuidado avanzó hasta llegar a la puerta de la misma, al abrirla, se encontró con ella, que le dijo: lamento ser quien tus sospechas confirman. Un disparo certero en la frente fue el resultado de aquel encuentro.
Se terminó la batalla para aquel soldado.