miércoles, 24 de junio de 2009

Milagros II…

A veces el destino se la rebusca creando situaciones complejas y difíciles de explicar para un ser racional… ya no hay nada que me sorprenda, no he de negarlo, tampoco es una novedad que desde hace un tiempo ya no tengo fé.
La cuestión es que hace dos semanas fuimos con mi amigo Lucas (Luketas) a Aeroparque a sacar fotos a los aviones que despegaban y aterrizaban de aquel lugar. La tarde era idónea para la ocasión, el sol abrigaba la vaga esperanza de unas buenas tomas y la camaradería estaba siempre latente. Caminábamos siguiendo a la reja que contornea al Aeroparque, cuando de repente una voz femenina dijo: Roberto, que raro verte acá. Enseguida me di vuelta y allí estaba ella, con toda su belleza. Es increíble como el mundo puede parar un instante, y hasta al pobre de Lucas anulé del mundo, sólo éramos ella y yo, saludándonos.
Luego de cambiar un par de palabras, el mundo volvió a su ritmo habitual, Lucas estaba al lado mío, y lo presenté, pidiendo las disculpas pertinentes a ambos. Aún no salía de mi asombro.
-¿Qué hacés acá?, me preguntó ella por segunda vez.
-Vine a sacar un par de fotos con mi amigo, es que estamos medio oxidados los dos y nos sirve para ir practicando. ¿Y vos que hacés acá?, pregunté.
-Trabajo acá en Aeroparque desde hace dos meses, me gusta mucho.
-A mi también, dije.
-¿Trabajás en Aeroparque también?, me preguntó.
-No, digo que me gusta mucho que te guste, respondí apresurado y nervioso, ante la mirada crítica de Lucas que me decía: “sos un boludo”.
-Bueno, te dejo que tengo que entrar, podríamos almorzar juntos, ¿te parece?, me dijo mientras sonreía.
-Dale, tengo tu teléfono, te llamo y arreglamos un día para vernos. Le respondí.
-Espero que no sea como la última vez, me dijo en un tono crítico.
-No te hagas drama, yo te llamo en la semana.
Nos saludamos y con Lucas seguimos haciendo lo que habíamos ido a hacer, es decir, sacar fotos.
La semana pasó cargada con su habitual paranoia de trabajos prácticos y parciales para la facultad, llegado el viernes, llamé a Milagros para acordar un día y un lugar donde encontrarnos. Quedamos que sería el sábado a las 14hs. lo cual era perfecto ya que me daba tiempo para salir de la facultad y llegar con relativa puntualidad. Así llegó el sábado, la clase se hizo pesada e interminable, como casi siempre, el sol típico de otoño apenas llegaba a la vereda, tapado por la sombra que desplomaban los edificios. El viaje fue relativamente ameno, ya que la música lo hizo bastante cómodo, aunque el asiento del bondi estaba muy desvencijado.
Cuando llegué Milagros ya estaba en el punto de encuentro, otra vez llegué tarde, me dije en voz baja. Nos saludamos, me disculpé por la llegada tarde, a lo que ella me respondió que intuyó que yo era una persona impuntual, ¿por qué será?, le pregunté, y ella sólo sonrió. Me tomó de la mano y me hizo cruzar la avenida Costanera por el medio… no fue una situación para nada linda, pero debo reconocer que siempre me gustaron las personalidades impulsivas. De milagro no nos atropelló nadie. Empezamos a caminar a la vera del río mientras charlábamos de lo que aconteció en nuestras vidas en este tiempo que pasó. Le conté de todo, del estudio, de mi vida, de los amigos, de los proyectos, del amor… aproveche para pedir perdón por no haber respondido jamás su llamado, pero le expliqué un poco el motivo y lo que pensaba/pienso de aquel momento.
-¡Ah!, ahora entiendo por que nunca me atendiste ni me llamaste, me dijo mientras su mirada era la que vaciaba cargadores de dulzura sobre mis ojos.
-Ahora estoy devenido a solitario de cartón, le dije.
Paró en un puesto de comidas y pidió una hamburguesa de esas gigantes que hacen allí y una coca. Idéntico fue mi pedido, aunque debo reconocer que me pareció raro.
-¿Por qué comés este tipo de comida, pudiendo comer dentro de Aeroparque comida más sana?, le pregunté.
-A veces me agarra antojo, por lo general tengo poco tiempo para almorzar y a veces es la excusa ideal para comer un poco de comida chatarra. Me pareció más que lógica su respuesta.
Nos sentamos en una mesa y mientras comíamos me dijo: Ya conozco casi todo lo superfluo de tu vida y sin embargo no sé nada de vos.
No entendí nada en ese momento, es decir, ¿qué me está diciendo esta mina?; ¿Qué le pasa?... de todas maneras le respondí lo primero que se me vino a la cabeza.
-Es que si supieras demasiadas cosas de mi, seguramente esta charla no tendría sentido y caeríamos en una suerte de espiral melancólico en el que no quiero ni queremos entrar, le dije. Ella me miró de reojo, un leve rictus se le formo en los labios como conteniendo una sonrisa…
-Está bien, me parece justo, ya llegará el momento en que me entere. Dijo.
Terminamos de comer y encaró para el club de pescadores, la seguí, mientras seguimos charlando, le conté de mi fascinación por la aviación, de mis gustos en poesía y de mi proyecto a corto plazo. Nunca dejó de escucharme pero atendía con su vista a un buque enorme que se encontraba en aquella línea lejana que dividía al cielo de las aguas del Río de la Plata. Al llegar al club de pescadores, se me adelantó y habló con el tipo que estaba en la entrada, luego de intercambiar algunas palabras me llamó e ingresamos.
-¿Qué le dijiste?, interrogué.
-Le dije que venís de muy lejos y que siempre quisiste ver la inmensidad del río, si no le decía eso no nos iba a dejar pasar. Respondió.
Una vez más no pude salir de mi asombro… aunque ya me estaba acostumbrando de cierto modo, debo confesar.
En aquel muelle me empezó a contar de su vida, de cómo había llegado a trabajar ahí, de lo que pasó desde la última vez que nos vimos, en fin, me puso al día de su vida y me contó, de paso, un poco de su pasado.
Sus palabras eran justas y contundentes, nunca adjetivo de más, su cara no era de gesticular mucho, algo que si ella me había recalcado un rato antes, algo similar dijo de mis manos, pero ya estoy acostumbrado a ese tipo de “críticas”. Nos sentamos al final del muelle y nos quedamos viendo la lontananza y las nubes bajas que estaban en ese momento encima nuestro. No hizo falta palabra alguna como para entender que era un momento único.
Caminamos en silencio de regreso, ella miró la hora y dijo que debía volver a Aeroparque, nos abrazamos y nos despedimos.
Al regresar en el Bondi, descubrí que en mi bolsillo se encontraba un papelito con algo escrito, pero eso ya se los contaré en otra ocasión.