Las horas parecían interminables, la adicción a la cama nada parecía solucionar, hasta por momentos era peor. Ese sabor agridulce de victoria/derrota, lo único que generaba era dolor e impotencia. El cuerpo sufriendo las calamidades de la ansiedad y nerviosismos que el día anterior lo habían vuelto loco. La obscuridad absoluta de su cuarto lo abrazaba como queriéndolo contener, aunque era en vano.
La operación continua a levantarse fue la de encender un cigarrillo, fiel a su hábito de tapar vacíos espirituales, pero esta vez el vacío no era espiritual, era un vacío del alma, un vacío de amor, una pena de amor. Lloró lo que no había llorado, maldijo su destino, su suerte, su cuerpo, su forma de ser, de pensar, de sentir, de sufrir.
Su mente no dejó un instante de pensar, le dijo un sin fin de veces que ella pensaba mucho y que cuado uno razona en demasía se pierde totalmente la objetividad… llorando y gritando en silencio justificaba el actuar de aquella persona, como si eso cambiara algo. La vida debe continuar para uno de los dos, suspiró, y de esa forma recordó aquel abrazo y ese último beso, y con el corazón destruido, se alimentó de mates y recuerdo esa tarde.
Una discusión mal venida fue el detonante para escapar de esa casa que siempre lo albergó y fue en busca del refugio de sus amistades y del buen vino, siempre compañero elegante y fiel. Fue una noche brava, como son las noches en las que uno anda herido.
El despertar de aquel primer día hábil trajo consigo un resfrío desmesurado, producido por la caballerosidad y los vientos de aquella noche que aún intenta olvidar y no puede…