Es fácil vivir lo esperado y lo convencional. Pero cuando
vives lo inesperado, empiezas a disfrutar de la vida.
Richard Bach.
Se dejó vencer suave, despacio, casi sin querer. La pereza de su movimiento apenas fue perceptible, un león furioso, rugiendo hizo el anuncio a viva voz proclamando el inevitable final mientras yo, curioseando la nada, pude entrever el catastrófico desenlace de una situación apenas pensado por la mayoría de la gente que agobiada en su rutina (o no) ni se detiene a observar lo inobservable.
El día presagió sin ganas que se trataba de un domingo de esos en los que es mejor no levantarse de la cama y allí mismo seguir de largo como si el mundo no existiese, a veces es posible eso si nos lo proponemos, pero claro está, no todos nos animamos a semejante riesgo y preferimos levantarnos y hacer de cuenta que no desperdiciamos el día, por más que veamos la tele, vayamos a un estadio o nos copemos con una película de Olmedo y Porcel.
Yo decidí acostarme en el patio de mi casa, mientras miraba el cielo, nublado, con sus matices de grises claros, grises más obscuros y algún que otro cúmulo más tirando al negro… complacido con el absurdo teatro meteorológico y pensando que lo que llamamos casualidad no es ni puede ser sino la causa ignorada de un efecto desconocido presto a manifestarse siempre y cuando así se dispongan las distintas variables que a veces desconozco y otras veces no tanto, aunque no voy a mentirles, conocía el final de esa obra harto repetida en los anaqueles de la eternidad. ¿Tal vez será que yo pido mucho y me conformo con poco?.
Estaba pensando en eso, cuando la ví, ahí estaba ella, débil, flaca, apenas visible, pero ganado con cada segundo más poder. Silenciosa, queriendo pasar desapercibida, tímidamente emprendiendo un viaje con destino incierto y sabiendo que no había retorno alguno, se dejó vencer suave, despacio, y así fue creciendo (no mucho), eso le fue gustando. Del cielo un manto de luz cubrió los tonos grises dejando ver la magnificencia de una imagen fugaz y épica que me dejó maravillado.
Se las arregló para tomar la forma más idónea para la ocasión, y vaya si lo hizo bien, su forma inmaculada jugaba con la perfección que algún ingeniero habrá buscado alguna vez y que vanamente habrá podido concretar. Si, allí estaba ella, jugándose el todo por el todo, como si vivir no fuese una semejanza arrimada a lo que mis retinas trataban de retener con esfuerzo y una pizca de imaginación.
Creció un poco más para terminar en el esperado y tétrico final, acelerando a 9.81 m/s2 y dando de lleno contra la baldosa que lindaba con mi cabeza, el impacto fue tan leve que no fue captado por mi oído, pero ella fue la que llevando la bandera, desató la danza de la lluvia y un sin fin de gemelas y no tanto se lanzaron a la carga, poseídas por la locura y la atracción gravitacional, estallando en pedazos para que luego, el astro rey, las vengue cual Fénix y las devuelva a la atmósfera para repetir la operación.
Fascinado, me quedé observando la danza, hasta que el viento helado de las alturas las convirtió en granizo y me obligó a meterme en mi hogar, tras casi morir de un impacto en mi cabeza.