Soy aquello a lo
que tanto le temes y no te animas a nombrar, sólo nos conocemos de nombre,
aunque inevitablemente algún día nos cruzaremos y nada será lo mismos. Sin
importar de quién o qué se trate, de algún u otro modo yo me revelaré, aunque
muchas veces me dé pena tener que hacerlo.
Suelo sentarme habitualmente a ver lo que acontece para tomarme mi tiempo o saber cuándo es más adecuado hacer mi labor. Dependiendo el día, me gusta mirar todo desde arriba, me trepo a la cornisa del edificio más alto y salto hacia el cielo en la obscuridad de la noche, y esquivando las nubes me desplazo hacia cualquier lado; aunque debo admitir que me gusta espiar la infinita sucesión de luces y destellos de los automóviles que se frenan y vuelven a arrancar pasado un tiempo, o la gente que corre un colectivo colmado de pasajeros que se le va, como si pudiera alcanzar lo imposible. Hay cierta gracia en la vida humana que convida a vivir.
No importa dónde vaya, las historias son similares. Algunas noches acompaño a la abuela Alba que sale a caminar y darle de comer a los perros de la calle, ella sabe cuándo estoy cerca y me echa, conoce bien el día y el momento, me dice siempre. Cuando la dejo me gusta irme a un edificio bajo y viejo de Villa Lugano, me hago pequeño y entro por las cañerías, que aguas abajo, van desde el tanque hasta los diferentes departamentos. Me agrada hacerlo por la noche para que se sienta mi presencia con vibraciones y sonidos reverberantes; el despertar exaltado de Pedro del 2º "B" siempre me complace, a pesar de los insultos que profiere a diestra y siniestra, hasta que, calmado, recupera la concentración y dispone sus pensamientos rumbeando a dormir un rato más, ya que en pocas horas tiene que ir al trabajo.
Dos esquinas hacia el sur, me acurruco en la copa de un árbol para observar a los muchachos que creyéndose eternos abusan de substancias y elíxires de dudosa procedencia legal. Sonrío complaciente, algo en esa libertad me produce fruición, tanto ellos como yo sabemos que algún día me contarán de aquello, ya no como una hazaña, sino más bien como un reproche. Quiero dejar en claro que nada puedo hacer contra ello, cada cual sabe qué hacer de su propio destino, y siempre, tarde o temprano, un llanto despojado de toda nostalgia, desempolva viejas angustias y pesares que no me conmueven en lo más mínimo.
En la noche me siento más cómodo, la aparente quietud, anonimato y soledad dan piedra libre a inefables actos por doquier, aunque en lugares amplios y alejados, a plena luz del día, también me gusta fisgonear. Como la semana pasada, en una ruta provincial de Santa Fé, cuando el camionero Roque se quedó dormido mientras manejaba; o cerca de la cubre en el Volcán Lanín, aquella vez que Julián desconfío de mi susurro y se aferró a la piedra equivocada. No importa por dónde me mueva, las historias son similares.
Andrés es de mis favoritos, siempre muy ambicioso, como todo hombre de negocios, vivió sus días entre números y estrategias. Su carrera ascendió como un cohete, pero su familia quedó relegada al segundo plano. Una tarde, lo visité a su oficina, le dije: “ya está bueno de tanto tabaco y estrés, pensá en tu familia”. Seis semanas después, mientras trabajaba en su oficina, sufrió un ataque al corazón. El estruendo del colapso resonó en mis oídos, y mientras yo me acercaba sigilosamente, con su mirada fija en mí, pidió clemencia y una oportunidad más.
Las almas sensibles son de las que más me cautivan, como Eliana, una artista de espíritu libre, que bailaba y llevaba su vida al ritmo de la pasión que la abrazaba. Sus lienzos eran ventanas a su mundo interior, pero cuando se terminó su suerte, la crítica implacable con sus obras la dejó desolada. Un amanecer, mientras admiraba aquel lienzo en blanco, la fui a visitar; recuerdo que me dijo que se sentía incapaz de pintar otra pincelada. Su creatividad se desvaneció como un suspiro en el viento cuando apuró aquel trago con un cóctel de pastillas.
Hace tiempo que no puedo olvidarme de José, un anciano lleno de historias, tejía recuerdos en las palabras que compartía con los más jóvenes. Su mente era un tesoro plagado de recuerdos y experiencias, pero el tiempo trajo consigo la presencia del mal de Alzheimer. Las palabras se volvieron esquivas, como luciérnagas en la noche, y sus relatos se desvanecieron en la bruma del olvido. Cuando lo vi por última vez me recibió como un gran amigo.
Puedo contarles mil historias. Cada una de ellas, en su momento, cruzaron el umbral entre la vida y lo desconocido. Sus destinos, tejidos por elecciones y circunstancias, culminaron en mi abrazo silencioso. Y así, la vida se encargó de recordarme una y otra vez que su fragilidad es inherente a su belleza.
Porque en cada historia yace un recordatorio de la efímera danza que es la existencia. Somos como hojas en el viento, bailando en el breve suspiro de un instante antes de regresar a la tierra de la que emergimos. El tiempo nos reclama con una voz que no podemos ignorar, y nuestras vidas, con todas sus tragedias y triunfos, se entrelazan en el tapiz de la eternidad. Así es la naturaleza de la vida, y así es la naturaleza de su final.
No importa quién te lo cuente, las historias siempre son similares.
Suelo sentarme habitualmente a ver lo que acontece para tomarme mi tiempo o saber cuándo es más adecuado hacer mi labor. Dependiendo el día, me gusta mirar todo desde arriba, me trepo a la cornisa del edificio más alto y salto hacia el cielo en la obscuridad de la noche, y esquivando las nubes me desplazo hacia cualquier lado; aunque debo admitir que me gusta espiar la infinita sucesión de luces y destellos de los automóviles que se frenan y vuelven a arrancar pasado un tiempo, o la gente que corre un colectivo colmado de pasajeros que se le va, como si pudiera alcanzar lo imposible. Hay cierta gracia en la vida humana que convida a vivir.
No importa dónde vaya, las historias son similares. Algunas noches acompaño a la abuela Alba que sale a caminar y darle de comer a los perros de la calle, ella sabe cuándo estoy cerca y me echa, conoce bien el día y el momento, me dice siempre. Cuando la dejo me gusta irme a un edificio bajo y viejo de Villa Lugano, me hago pequeño y entro por las cañerías, que aguas abajo, van desde el tanque hasta los diferentes departamentos. Me agrada hacerlo por la noche para que se sienta mi presencia con vibraciones y sonidos reverberantes; el despertar exaltado de Pedro del 2º "B" siempre me complace, a pesar de los insultos que profiere a diestra y siniestra, hasta que, calmado, recupera la concentración y dispone sus pensamientos rumbeando a dormir un rato más, ya que en pocas horas tiene que ir al trabajo.
Dos esquinas hacia el sur, me acurruco en la copa de un árbol para observar a los muchachos que creyéndose eternos abusan de substancias y elíxires de dudosa procedencia legal. Sonrío complaciente, algo en esa libertad me produce fruición, tanto ellos como yo sabemos que algún día me contarán de aquello, ya no como una hazaña, sino más bien como un reproche. Quiero dejar en claro que nada puedo hacer contra ello, cada cual sabe qué hacer de su propio destino, y siempre, tarde o temprano, un llanto despojado de toda nostalgia, desempolva viejas angustias y pesares que no me conmueven en lo más mínimo.
En la noche me siento más cómodo, la aparente quietud, anonimato y soledad dan piedra libre a inefables actos por doquier, aunque en lugares amplios y alejados, a plena luz del día, también me gusta fisgonear. Como la semana pasada, en una ruta provincial de Santa Fé, cuando el camionero Roque se quedó dormido mientras manejaba; o cerca de la cubre en el Volcán Lanín, aquella vez que Julián desconfío de mi susurro y se aferró a la piedra equivocada. No importa por dónde me mueva, las historias son similares.
Andrés es de mis favoritos, siempre muy ambicioso, como todo hombre de negocios, vivió sus días entre números y estrategias. Su carrera ascendió como un cohete, pero su familia quedó relegada al segundo plano. Una tarde, lo visité a su oficina, le dije: “ya está bueno de tanto tabaco y estrés, pensá en tu familia”. Seis semanas después, mientras trabajaba en su oficina, sufrió un ataque al corazón. El estruendo del colapso resonó en mis oídos, y mientras yo me acercaba sigilosamente, con su mirada fija en mí, pidió clemencia y una oportunidad más.
Las almas sensibles son de las que más me cautivan, como Eliana, una artista de espíritu libre, que bailaba y llevaba su vida al ritmo de la pasión que la abrazaba. Sus lienzos eran ventanas a su mundo interior, pero cuando se terminó su suerte, la crítica implacable con sus obras la dejó desolada. Un amanecer, mientras admiraba aquel lienzo en blanco, la fui a visitar; recuerdo que me dijo que se sentía incapaz de pintar otra pincelada. Su creatividad se desvaneció como un suspiro en el viento cuando apuró aquel trago con un cóctel de pastillas.
Hace tiempo que no puedo olvidarme de José, un anciano lleno de historias, tejía recuerdos en las palabras que compartía con los más jóvenes. Su mente era un tesoro plagado de recuerdos y experiencias, pero el tiempo trajo consigo la presencia del mal de Alzheimer. Las palabras se volvieron esquivas, como luciérnagas en la noche, y sus relatos se desvanecieron en la bruma del olvido. Cuando lo vi por última vez me recibió como un gran amigo.
Puedo contarles mil historias. Cada una de ellas, en su momento, cruzaron el umbral entre la vida y lo desconocido. Sus destinos, tejidos por elecciones y circunstancias, culminaron en mi abrazo silencioso. Y así, la vida se encargó de recordarme una y otra vez que su fragilidad es inherente a su belleza.
Porque en cada historia yace un recordatorio de la efímera danza que es la existencia. Somos como hojas en el viento, bailando en el breve suspiro de un instante antes de regresar a la tierra de la que emergimos. El tiempo nos reclama con una voz que no podemos ignorar, y nuestras vidas, con todas sus tragedias y triunfos, se entrelazan en el tapiz de la eternidad. Así es la naturaleza de la vida, y así es la naturaleza de su final.
No importa quién te lo cuente, las historias siempre son similares.