Agasajado por el más sereno de los silencios, y pese al frío reinante en la
habitación, recapituló un viejo manuscrito que yacía abandonado a la vera de su
velador; hastiado por el paso del tiempo y con varias tachaduras que reflejaban
lo complejo de escribir ideas cuando las mismas son fugaces, como las estrellas
observadas desde la ruta minutos antes de arribar a su hogar. Molesto por ello,
se levantó de su cama y se dispuso a sentarse en su sillón habitual, su cuartel
general, donde solitario, siempre se hallaba y reencontraba. Previo a sentarse,
tuvo a bien servirse un vaso completo de escocés de una malta, con tres rocas de
hielo. Ya hacía tiempo que había dejado al tabaco, pero siempre tuvo escondido
un box de su marca favorita por si la noche lo invitaba a recordar otros
tiempos. El procedimiento siempre es el mismo, salvo que Händel esta vez se
dispuso a armonizar al lugar. Con el velador encendido y de abajo del sillón,
sacó aquel viejo libro que cada tanto sabe consultar. Esta vez lo miró por un
buen rato, como meditando si era correcto lo que estaba por iniciar. La mirada
fija en la tapa, el vaso al alcance de la mano, como el cenicero y el paquete
cerrado de cigarrillos. Respiró hondo y cerró los ojos, el azar sería el
encargado de seleccionar la página donde debería comenzar su lectura, y así fue.
Con un cigarrillo encendido y con la garganta humedecida por el escocés, comenzó
a leer, casi al borde del llanto por las imágenes que volvían una tras otra. Ese
hachazo cual puñal, esos golpes recibidos de manera inesperada en aquel sillón y
la medianera como método de escape. Todo era muy intenso, demasiada tormenta, no
lo toleró… quiso salir corriendo de allí. Migró, entonces, a páginas mas
serenas, donde se halló con esquinas y escondites. Un encuentro pactado en la
avenida en diagonal con aquel amigo que también sufría insomnio, sólo para
charlar, sólo para encontrarse con el sueño mientras el Sol les cubría el rostro
y les decía: ya está bueno de andar parloteando. Otro salto de página, la noche
estaba ahí; no pretendía ser prolijo, como tampoco lo fue para escoger los
atajos para hallar a los recuerdos, que estocásticos, se presentaban como una
sucesión de párrafos e imágenes de una vida que hacía tiempo tenía como color
preponderante al gris. La bocanada de humo profunda, luego, exhalar el residuo
de la combustión para beber un trago grande y aspirar por la boca. La
combinación de alcohol y aire le sentía bien. De allí, al dique que supo
fotografiar y al parque, donde dedicó una de sus primeras fotografías nocturnas.
Pero nunca alcanza cuando uno brinca de recuerdo en recuerdo. Por eso buscó el
calor de recitales, de abrazos con amistades y también de parques y lluvias.
Así, llegaron los besos y humedades; los sombreros y viajes en autos; los bares
y canciones, y también aquel llanto bajo la lluvia en esa estación de tren, sin
trenes. Un golpe seco bastó para cerrar aquel libro y quedarse mirando la nada
desde el ventanal. Una lechuza lo miró compadeciéndose de quien está atrapado en
un pensamiento. Un pensamiento de quién pareciera haber comenzado a comprender
que no hay mucho más que esto, y que nada especial espera a las personas. Es en
vano pedir una señal, o disponerse a esperar por cuestiones que uno sabe que
jamás van a ocurrir, ni se van a presentar para ser documentadas en las hojas
libres que aún quedan en el libro de bitácoras aquel.