La tarde mendocina hervía, como siempre,
despacio bajo un sol de enero que parecía caer en diagonal sobre las veredas. De
nada ser vía refugiarse en las arboledas aledañas a las acequias. En el centro,
el colectivo de la línea 1 avanzaba por la avenida San Martín como un animal
cansado, resoplando entre frenadas bruscas y cuerpos apretados, sudorosos.
Dentro, pegada a la tercera ventanilla del lado del conductor, que se empañaba
por su tibia respiración, se encontraba Jessica, una chica de poco más de
veinte años que observaba los árboles rectos de la calle Colón mientras se
mecían apenas con el viento seco y caluroso. Tenía los auriculares puestos,
pero la música de los Rolling Stones se desdibujaba entre las conversaciones
ajenas, las vibraciones metálicas y un bebé que lloraba desesperadamente en la
parte trasera. En su mochila llevaba apuntes subrayados a medias y fotocopias
arrugadas; había dejado la facultad a mitad de año pasado y había vuelto sólo
por el orgullo de su madre, Estela. Su padre Pablo, en cambio, le repetía que
eligiera algo “serio” porque soñar no pagaba las cuentas. Sintió el peso de
esas palabras como si todavía le martillaran la nuca. Miró su propio reflejo
distorsionado en el vidrio y deseó, apenas como un pensamiento fugitivo: “Ojalá alguien me entienda.”
El colectivo frenó a la altura de calle Espejo y el sonido del timbre se mezcló con un frenazo que hizo tambalear a los más distraídos. La chica descendió con una torpeza disimulada, sostuvo la mochila con fuerza y dejó atrás el murmullo embotellado del vehículo. El aire exterior, le recorrió la cara, le pareció casi tan pesado como el de adentro del bondi.
A unas cuadras de ahí, sobre calle 9 de Julio, un hombre mayor, Oscar, caminaba con pasos contenidos, como si las baldosas pudieran romperse bajo sus zapatos gastados. Llevaba desde hace unos días una camisa beige desteñida, un pantalón marrón obscuro de pana y una bolsa de plástico en la mano derecha, que crujía a cada oscilación realizada con sus pasos. Dentro había medio kg. de pan, tres manzanas pequeñas y un blister de pastillas para la presión. Con la mirada perdida en algún lugar del horizonte, pensaba en su pasado; había sido mecánico durante cuarenta años en un taller de Godoy Cruz, pero ahora, con la jubilación mínima, apenas le alcanzaba para vivir con decoro. Lo frustraba no el presente, sino la idea de haber sido víctima de un sistema que no le permitiera vivir mejor. También pensaba en su difunta mujer Margarita, que había fallecido hacía un mes. Pasó frente a un local cerrado, con sus persianas grafiteadas, y vio el reflejo borroso de su silueta inclinada. Una lágrima se le escapó por el barranco de sus ojos. Sin pensarlo, y sin decirlo tampoco, le pasó por dentro una frase que no tenía destinatario visible: “Ojalá alguien me entienda.”
Se ajustó la bolsa contra el cuerpo y siguió rumbo hacia la Plaza Independencia, buscando sombra y un poco de aire fresco.
En el Hospital Central, las luces frías y blancas parecían no tener reloj. La sala de guardia estaba llena de murmullos, toses, olor a desinfectante y café recalentado. Sentada en una de las sillas de plástico, una mujer joven, Sandra, sostenía a su hijo, Tiziano, dormido sobre sus piernas. Él respiraba con suavidad, agotado por la fiebre que recién había cedido hacía una hora. En su mano izquierda tenía arrugado un papel con resultados clínicos que todavía no se animaba a abrir. Había llegado de Guaymallén a las cuatro de la mañana, después de una noche sin dormir, y ahora el cansancio le vibraba en los huesos y nervios. Había trabajado años como vendedora ambulante y últimamente limpiaba casas por horas; la vida se le había vuelto una sucesión de esperas, dilaciones y trámites postergados. Le acarició el pelo al niño, lo acomodó contra su pecho y contuvo un suspiro que no quería convertirse en llanto. Fue entonces que sintió, como una oración sin voz, el brote silencioso de un deseo mínimo: “Ojalá alguien me entienda.”
Se puso de pie con el chico en brazos y salió por el pasillo hacia la calle Alem, buscando un pedacito de tarde que no pesara tanto como el agobiante interior de aquel lugar.
En la Plaza Independencia, un adolescente, Matías, estaba hundido en el banco de cemento como si formara parte de él. La pantalla del celular iluminaba su cara con un brillo que contrastaba con la sombra de los árboles. Hacía rato que no recibía mensajes y jugaba con el brillo como para mantener los dedos ocupados. Su hermano mayor, Nicolás, se había ido a Chile hacía dos años, prometiendo volver, pero sólo enviaba mensaje de voz esporádicos que sonaban alegres y levemente ajenos por el acento de su voz que se iba mimetizando de a poco con el chileno. La casa se le había vuelto demasiado grande, demasiado quieta cuando, Olga, su madre salía a trabajar. Observó a un grupo de chicos patinando cerca de la fuente, pero no se levantó, el calor era insoportable. El cielo empezaba a dorarse detrás de los edificios y algo en su pecho se tensó con discreción. Apenas movió los labios, dejando escapar un murmullo inaudible: “Ojalá alguien me entienda.”
El sol comenzaba a declinar su presencia, cuando los cuatro, sin saberlo, empezaron a converger hacia el mismo borde de la plaza. Jessica que había bajado del colectivo cruzó por calle Rivadavia, rodeando un puesto de diarios que estaba cerrado. Oscar dobló desde Colón con su bolsa de plástico aferrada al costado. Sandra salió del hospital y caminó despacio por avenida España con Tiziano dormido en sus brazos, siguiendo la línea de los plátanos que daban sombra intermitente. Matías, cansado de esperar un mensaje que no llegaba, se puso de pie con cierto desgano y caminó hacia la esquina más cercana, junto a las baldosas húmedas de la fuente principal.
Allí, en una vereda donde nadie se conocía, los cuatro se cruzaron sin mirarse demasiado, apenas compartiendo el mismo aire que comenzaba a tornarse tibio, que arrastraba olor a tierra regada y restos de smog. Jessica ajustó la correa de su mochila, Oscar cambió la bolsa de mano, Sandra resguardó el cuerpo dormido de Tiziano contra su pecho y Matías guardó el celular en el bolsillo trasero del jean.
Ninguno habló. Ni siquiera se detuvieron. Pero en el instante sutil en que sus pasos coincidieron sobre las baldosas claras, algo los envolvió como una corriente muda, una verdad compartida que no necesitaba palabras. Y sin saber por qué, o quizá sabiéndolo demasiado, el mismo pensamiento se encendió en la profundidad de cada uno:
“Todos estamos rotos.”
No hubo pausa dramática ni miradas reveladoras. Sólo el murmullo de la ciudad, el cielo ardiendo en tonos rosados, y cuatro vidas distintas que, por un segundo, respiraron la misma herida.
El colectivo frenó a la altura de calle Espejo y el sonido del timbre se mezcló con un frenazo que hizo tambalear a los más distraídos. La chica descendió con una torpeza disimulada, sostuvo la mochila con fuerza y dejó atrás el murmullo embotellado del vehículo. El aire exterior, le recorrió la cara, le pareció casi tan pesado como el de adentro del bondi.
A unas cuadras de ahí, sobre calle 9 de Julio, un hombre mayor, Oscar, caminaba con pasos contenidos, como si las baldosas pudieran romperse bajo sus zapatos gastados. Llevaba desde hace unos días una camisa beige desteñida, un pantalón marrón obscuro de pana y una bolsa de plástico en la mano derecha, que crujía a cada oscilación realizada con sus pasos. Dentro había medio kg. de pan, tres manzanas pequeñas y un blister de pastillas para la presión. Con la mirada perdida en algún lugar del horizonte, pensaba en su pasado; había sido mecánico durante cuarenta años en un taller de Godoy Cruz, pero ahora, con la jubilación mínima, apenas le alcanzaba para vivir con decoro. Lo frustraba no el presente, sino la idea de haber sido víctima de un sistema que no le permitiera vivir mejor. También pensaba en su difunta mujer Margarita, que había fallecido hacía un mes. Pasó frente a un local cerrado, con sus persianas grafiteadas, y vio el reflejo borroso de su silueta inclinada. Una lágrima se le escapó por el barranco de sus ojos. Sin pensarlo, y sin decirlo tampoco, le pasó por dentro una frase que no tenía destinatario visible: “Ojalá alguien me entienda.”
Se ajustó la bolsa contra el cuerpo y siguió rumbo hacia la Plaza Independencia, buscando sombra y un poco de aire fresco.
En el Hospital Central, las luces frías y blancas parecían no tener reloj. La sala de guardia estaba llena de murmullos, toses, olor a desinfectante y café recalentado. Sentada en una de las sillas de plástico, una mujer joven, Sandra, sostenía a su hijo, Tiziano, dormido sobre sus piernas. Él respiraba con suavidad, agotado por la fiebre que recién había cedido hacía una hora. En su mano izquierda tenía arrugado un papel con resultados clínicos que todavía no se animaba a abrir. Había llegado de Guaymallén a las cuatro de la mañana, después de una noche sin dormir, y ahora el cansancio le vibraba en los huesos y nervios. Había trabajado años como vendedora ambulante y últimamente limpiaba casas por horas; la vida se le había vuelto una sucesión de esperas, dilaciones y trámites postergados. Le acarició el pelo al niño, lo acomodó contra su pecho y contuvo un suspiro que no quería convertirse en llanto. Fue entonces que sintió, como una oración sin voz, el brote silencioso de un deseo mínimo: “Ojalá alguien me entienda.”
Se puso de pie con el chico en brazos y salió por el pasillo hacia la calle Alem, buscando un pedacito de tarde que no pesara tanto como el agobiante interior de aquel lugar.
En la Plaza Independencia, un adolescente, Matías, estaba hundido en el banco de cemento como si formara parte de él. La pantalla del celular iluminaba su cara con un brillo que contrastaba con la sombra de los árboles. Hacía rato que no recibía mensajes y jugaba con el brillo como para mantener los dedos ocupados. Su hermano mayor, Nicolás, se había ido a Chile hacía dos años, prometiendo volver, pero sólo enviaba mensaje de voz esporádicos que sonaban alegres y levemente ajenos por el acento de su voz que se iba mimetizando de a poco con el chileno. La casa se le había vuelto demasiado grande, demasiado quieta cuando, Olga, su madre salía a trabajar. Observó a un grupo de chicos patinando cerca de la fuente, pero no se levantó, el calor era insoportable. El cielo empezaba a dorarse detrás de los edificios y algo en su pecho se tensó con discreción. Apenas movió los labios, dejando escapar un murmullo inaudible: “Ojalá alguien me entienda.”
El sol comenzaba a declinar su presencia, cuando los cuatro, sin saberlo, empezaron a converger hacia el mismo borde de la plaza. Jessica que había bajado del colectivo cruzó por calle Rivadavia, rodeando un puesto de diarios que estaba cerrado. Oscar dobló desde Colón con su bolsa de plástico aferrada al costado. Sandra salió del hospital y caminó despacio por avenida España con Tiziano dormido en sus brazos, siguiendo la línea de los plátanos que daban sombra intermitente. Matías, cansado de esperar un mensaje que no llegaba, se puso de pie con cierto desgano y caminó hacia la esquina más cercana, junto a las baldosas húmedas de la fuente principal.
Allí, en una vereda donde nadie se conocía, los cuatro se cruzaron sin mirarse demasiado, apenas compartiendo el mismo aire que comenzaba a tornarse tibio, que arrastraba olor a tierra regada y restos de smog. Jessica ajustó la correa de su mochila, Oscar cambió la bolsa de mano, Sandra resguardó el cuerpo dormido de Tiziano contra su pecho y Matías guardó el celular en el bolsillo trasero del jean.
Ninguno habló. Ni siquiera se detuvieron. Pero en el instante sutil en que sus pasos coincidieron sobre las baldosas claras, algo los envolvió como una corriente muda, una verdad compartida que no necesitaba palabras. Y sin saber por qué, o quizá sabiéndolo demasiado, el mismo pensamiento se encendió en la profundidad de cada uno:
“Todos estamos rotos.”
No hubo pausa dramática ni miradas reveladoras. Sólo el murmullo de la ciudad, el cielo ardiendo en tonos rosados, y cuatro vidas distintas que, por un segundo, respiraron la misma herida.
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