No espero que me respondas, sólo te pido que me escuches esta noche. Sé que nunca vas a estar de acuerdo, pero hay muchas cosas que no sabés y que quiero decirte. Es probable que no te gusten las palabras que elija, ni el tema, porque sé que te incomoda, pero ya sabés, nunca me sale mentir.
Durante años creímos que el compromiso estaba arraigado al amor, que allí es donde nos encontrábamos con el otro; pero en realidad, descubrimos que era un pacto de dependencia afectiva que encubre lo que llamamos estabilidad. El deseo de construir y de funcionar, con el tiempo se disuelve al comprobar que la validación hacia el otro se convierte en una misión emocional que requiere ocultar necesidades personales para el funcionamiento medido de la intensidad y convivencia. El desequilibrio crece, al igual que la necesidad de presencia del otro, pero el esfuerzo pasa a ser una obligación y no una elección.
Adaptación, ese término nos conoce mejor que nadie, conoce nuestros cambios en los tonos de voz, sabe de nuestros gritos silenciosos para no mostrar una imagen agresiva, reconoce nuestros filtros en forma de oraciones para no incomodar al otro, nos observa realizar concesiones diarias, guardar silencio, para mantener una paz, tan frágil como cualquier inicio de discusión que se avizore en el horizonte. Dejamos de ser nosotros, para ser un reflejo de lo que la imagen que nos formaron de chicos quiere que seamos, de lo que el otro quiere que seamos, pero como todo reflejo, desaparece con el paso del tiempo.
Abandono disfrazado de silencio, de rechazo, de seriedad. Lo vivimos, los ejercimos, lo conocemos bien. El temor de parecer unos villanos al enfrentarnos a valores con los que crecimos y que no comprendemos del todo ahora, porque no somos los mismos, porque nuestros rostros y gestos emigraron y en el presente nos encontramos con la representación de lo que somo y que muchas veces choca con lo que fuimos. Aquel lazo histórico con nuestras creencias hace tiempo que comenzó a debilitarse, y lo peleamos, creo que inútilmente.
El insomnio, vos sabés de lo que hablamos, de esa ansiedad que no decrece, ni se va con el correr de las horas. Damos vueltas en la cama, la cabeza no nos dice nada, los ojos están cerrados, pero sin embargo no conciliamos el sueño. ¿Cuándo nos olvidamos de nosotros para no ser olvidado por los demás? La validación, los sobresfuerzos, la presencia, las ceremonias y rituales diarios, pierden sentido, porque hay algo que se despertó y que no quiere volver a esconderse.
Nuestro cuerpo, la mente, el espíritu, todo nos clama por aire fresco, por una nueva aventura que rompa con la parsimonia de la rutina burguesa que nos creamos. Aquello que es cotidiano e insaciable, pierde fuerza. Entonces nos alejamos, respiramos profundo, vemos a la distancia y encontramos aquello que habíamos perdido por mantener el nosotros… La paz deja de ser un premio. Y así, con decisiones microscópicas, seriedad y silencio, comenzamos la reconstrucción, creemos que es definitivo, pero sin rencor, ni con manifestaciones de necesidad.
Durante años creímos que el compromiso estaba arraigado al amor, que allí es donde nos encontrábamos con el otro; pero en realidad, descubrimos que era un pacto de dependencia afectiva que encubre lo que llamamos estabilidad. El deseo de construir y de funcionar, con el tiempo se disuelve al comprobar que la validación hacia el otro se convierte en una misión emocional que requiere ocultar necesidades personales para el funcionamiento medido de la intensidad y convivencia. El desequilibrio crece, al igual que la necesidad de presencia del otro, pero el esfuerzo pasa a ser una obligación y no una elección.
Adaptación, ese término nos conoce mejor que nadie, conoce nuestros cambios en los tonos de voz, sabe de nuestros gritos silenciosos para no mostrar una imagen agresiva, reconoce nuestros filtros en forma de oraciones para no incomodar al otro, nos observa realizar concesiones diarias, guardar silencio, para mantener una paz, tan frágil como cualquier inicio de discusión que se avizore en el horizonte. Dejamos de ser nosotros, para ser un reflejo de lo que la imagen que nos formaron de chicos quiere que seamos, de lo que el otro quiere que seamos, pero como todo reflejo, desaparece con el paso del tiempo.
Abandono disfrazado de silencio, de rechazo, de seriedad. Lo vivimos, los ejercimos, lo conocemos bien. El temor de parecer unos villanos al enfrentarnos a valores con los que crecimos y que no comprendemos del todo ahora, porque no somos los mismos, porque nuestros rostros y gestos emigraron y en el presente nos encontramos con la representación de lo que somo y que muchas veces choca con lo que fuimos. Aquel lazo histórico con nuestras creencias hace tiempo que comenzó a debilitarse, y lo peleamos, creo que inútilmente.
El insomnio, vos sabés de lo que hablamos, de esa ansiedad que no decrece, ni se va con el correr de las horas. Damos vueltas en la cama, la cabeza no nos dice nada, los ojos están cerrados, pero sin embargo no conciliamos el sueño. ¿Cuándo nos olvidamos de nosotros para no ser olvidado por los demás? La validación, los sobresfuerzos, la presencia, las ceremonias y rituales diarios, pierden sentido, porque hay algo que se despertó y que no quiere volver a esconderse.
Nuestro cuerpo, la mente, el espíritu, todo nos clama por aire fresco, por una nueva aventura que rompa con la parsimonia de la rutina burguesa que nos creamos. Aquello que es cotidiano e insaciable, pierde fuerza. Entonces nos alejamos, respiramos profundo, vemos a la distancia y encontramos aquello que habíamos perdido por mantener el nosotros… La paz deja de ser un premio. Y así, con decisiones microscópicas, seriedad y silencio, comenzamos la reconstrucción, creemos que es definitivo, pero sin rencor, ni con manifestaciones de necesidad.
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