Había pasado mucho tiempo desde la última vez que
nos vimos. Recuerdo que estaba algo nervioso por volver a verla, pero también
sabía que debía enfrentar esa situación. Había algo que me lo pedía en mi inconsciente.
Encendí el motor y el ciclo Diesel respondió como debía hacerlo. Respiré profundo y fijé la vista más allá del capot. La ruta estaba llena de camiones y polvo, el viento hacía gala de su presencia tirando hacia la derecha. Con movimientos calculados trataba de mantener el rumbo, a sabiendas de que no iba a ser sencilla aquella noche…
Una vez allí, bajé de manera instintiva, casi sin pensar y toqué el timbre. Miré al piso mientras la puerta se abría y en un instante el mundo se detuvo al escuchar su voz. Todo era familiar, como si el tiempo no hubiera pasado. Su mirada, su sonrisa, sus ademanes. Puedo jurar que la iluminación fría no me molestó.
Me invitó a sentarme mientras sacó una botella de vino. Sabía como agasajarme. Nos miramos un rato, sin decir una palabra, contemplando lo que el paso del tiempo había hecho para los dos. No sabía que decir… calculo que ella tampoco.
Con su ternura habitual me preguntó cómo estaba; yo intenté disimular mi realidad entre arcaísmos y sinécdoques. Ella me miró, me conocía bien, sin embargo, prefirió creer en mis argucias y subterfugios. Sabía que era vano cualquier intento para ahondar más allá en detalles. Su mirada estaba intacta, llena de esperanza y alegría (aunque en el fondo yo veía más).
Sacó un reloj de arena, como si fuera una maga, lo hizo desde abajo de la mesa. Quedé anonadado al verlo. Su risa dijo todo, sin decir nada.
—Este reloj de arena lo compré pensando en vos —dijo, con tono misterioso—. El tiempo no es eterno, por eso te propongo que mientras dure lo que la arena nos permita, seas totalmente sincero conmigo.
La miré de reojo, sabía que el duelo no era de igual a igual, menos cuando jugaba de visitante. Sostuve mi mirada, serio, pensando en sus palabras.
—¿Cuál es la trampa? —pregunté con una sonrisa.
—La trampa es que sólo vos podés responder o hablar. Yo sólo escucho, pregunto y veo —respondió, con un brillo perspicaz en sus ojos marrones, mientras servía una copa de vino para ambos y le dio un fuerte sorbo a su copa.
Quedé expectante, algo en la propuesta no me gustaba, si me pongo a pensar en aquel momento, hubiera querido un mano a mano, un ida y vuelta. Pero siempre con ella las cosas no me salen como quiero y de algún modo, con el paso del tiempo entendí (comprendí), que el timón siempre era suyo.
—Acepto —dije—, pero con una condición.
—¿Cuál? —preguntó, frunciendo el ceño.
—Que finalizado el ritual, me des el beso más hermoso.
Ella rió, con la ternura que la caracterizaba.
—Vamos a ver, depende de cómo salga —arremetió.
Sonreí, sin dejar de ver sus labios.
Entonces, dio vuelta al reloj de arena y mirándome fijo dijo:
—El tiempo corre, como corre la vida. Sabés que no es algo infinito, por eso es que voy a ser rápida en algunas cuestiones, y te pido que no me vengas con divagues heroicos o divagantes—exclamó, clavando su mirada en la mía.
—Así será —respondí, sin dejar de sostener mi mirada en la suya.
—¿Cómo pensás tus próximos años? —indagó con astucia.
—No lo sé. No me veo con un horizonte claro en el futuro. Estoy tratando de sacarme el enojo de los últimos meses… mis pérdidas, mi lejanía. Veo todo como si estuviera observando desde un catalejo. Todo es distante, a veces medio borroso, veo niebla —respiré profundo, buscando aclarar mis ideas— creo que perdí el rumbo, otra vez. Ya no me conmuevo con las cosas que antes lo hacían. Intento encontrar belleza en donde la encontraba y no la hallo. Creo que me encerré en mi seguridad… mi casa, mis mascotas… quizás en alguna historia que invento.
Ella me miró, haciendo un leve gesto de asentimiento.
—Vos sabés, tanto como yo, que cuando caiga ese último granito de arena, no nos vamos a llevar nada. Y si te animás a pensar en serio, sabés que, a lo mejor, nada de esto tenga sentido— dije, dando un sorbo profundo a la copa.
—No te ponga metafórico —dijo, sirviendo un poco de vino en mi copa— A este ritmo vamos a necesitar un tubo más.
Sonreí, pensando que era inevitable lo que proponía.
—¿Qué venís pensando en este tiempo? —propuso, bebiendo vino, sin dejar de mirarme a los ojos.
—Creo que en nada —respondí, dándole un sorbo corto a la copa.
—Dale, te conozco. Veo cuándo te evadís —dijo entre risas.
—¿En serio? —indagué.
—¡Claro!, te veo en los gestos. Tomar vino, evadir la mirada, esa mueca que ponés con los labios de costado —dijo—.
En ese momento, me sentí incómodo, como si estuviera desnudo, a la intemperie.
—¿Estás triste? —preguntó tras un silencio—.
—Creo que si —dije sin pensar— pero siempre estoy triste.
—¿Por qué? —interrogó con argucia.
Sonreí, una forma estúpida de evadirme.
—Creo que es porque no se me da el mundo a mi forma de ser.
—¿Y cómo es ese mundo? —consultó.
—Menos injusto —respondí de modo espontáneo.
—Pero entonces lo que vos querés es una utopía —inquirió.
—No, no soy tan romántico, sólo quiero algo más justo, algo que entiendan todos —respondí mirando al reloj.
—¿Y cómo es eso? —preguntó acercando su mano a las mía.
Pude sentir el frío de sus manos en las mía. Recordaba bien esa sensación.
—Tenés las manos frías —dije.
—Y los pies también —respondió.
—Entonces vayamos a calentarlos —propuse.
Ella sonrió. Me miró fijo y con su pierna, por debajo de la mesa, acarició la mía.
—No te olvides de la propuesta que consensuamos —dictaminó.
La miré con ternura, sin proferir palabra alguna.
—¿Extrañás al pasado?
—Si, claro, siempre —respondí, con seguridad.
—¿Por qué?
—Creo porque es… —miré al reloj de arena— porque no se puede cambiar, no se puede volver, porque es lo que nos hace lo que somos.
Ella me miró, se quedó pensando un instante, luego miró al reloj. Sonrió, finalmente.
—¿Volverías a Buenos Aires? —preguntó, mientras tomaba vino.
—Creo que no —dije de manera rotunda.
—¿Por qué? —preguntó mirando el reloj de arena que se que agotaba y volviendo su mirada a la mía.
—Porque no hay nada allá que me conmueva —respondí.
—¿Y acá? —disparó como un arpón.
—Tampoco —solté sin pensarlo.
Ella me miró sorprendida, mientras acabábamos la botella de vino. Se levantó sin decir palabra alguna buscar otra botella, mientras mi mirada no se apartaba de aquel reloj.
—¿Quién sos? —preguntó mientras descorchaba la otra botella.
—Un tipo que, como muchos, hace lo que puede, con lo que tengo, con mi educación, con mis valores, con mi nivel cultural. A veces hago las cosas equivocándome —hice una pausa para beber— busco que los demás encuentren la felicidad, el placer intelectual y cultural, y creo que lucho y trabajo por eso… quiero morir pensando que trabajé por ello y que lo que hice trascienda mi vida…
Ella asentía mientras hablaba, midiendo mis palabras.
—Pero vos sabés que vivo haciendo cagadas, que me enojo, que hago cosas que están mal, que no me acepta todo el mundo y a veces puedo parecer soberbio; pero sin embargo, pienso que lo que pude haber hecho, pudo haber sido más… siempre voy a ser muy autocrítico… quizás debería haber gritado o tener más carácter, pero siempre hice lo que pude con lo que tengo y creo no estar solo en ello.
—Creo que no —respondió. Se está terminando el tiempo
—Veo —dije, bebiendo un poco.
—¿Hay algo que me quieras decir? —preguntó.
—Muchas cosas, pero no es el momento —dije, viendo cómo caía el último grano de arena.
Encendí el motor y el ciclo Diesel respondió como debía hacerlo. Respiré profundo y fijé la vista más allá del capot. La ruta estaba llena de camiones y polvo, el viento hacía gala de su presencia tirando hacia la derecha. Con movimientos calculados trataba de mantener el rumbo, a sabiendas de que no iba a ser sencilla aquella noche…
Una vez allí, bajé de manera instintiva, casi sin pensar y toqué el timbre. Miré al piso mientras la puerta se abría y en un instante el mundo se detuvo al escuchar su voz. Todo era familiar, como si el tiempo no hubiera pasado. Su mirada, su sonrisa, sus ademanes. Puedo jurar que la iluminación fría no me molestó.
Me invitó a sentarme mientras sacó una botella de vino. Sabía como agasajarme. Nos miramos un rato, sin decir una palabra, contemplando lo que el paso del tiempo había hecho para los dos. No sabía que decir… calculo que ella tampoco.
Con su ternura habitual me preguntó cómo estaba; yo intenté disimular mi realidad entre arcaísmos y sinécdoques. Ella me miró, me conocía bien, sin embargo, prefirió creer en mis argucias y subterfugios. Sabía que era vano cualquier intento para ahondar más allá en detalles. Su mirada estaba intacta, llena de esperanza y alegría (aunque en el fondo yo veía más).
Sacó un reloj de arena, como si fuera una maga, lo hizo desde abajo de la mesa. Quedé anonadado al verlo. Su risa dijo todo, sin decir nada.
—Este reloj de arena lo compré pensando en vos —dijo, con tono misterioso—. El tiempo no es eterno, por eso te propongo que mientras dure lo que la arena nos permita, seas totalmente sincero conmigo.
La miré de reojo, sabía que el duelo no era de igual a igual, menos cuando jugaba de visitante. Sostuve mi mirada, serio, pensando en sus palabras.
—¿Cuál es la trampa? —pregunté con una sonrisa.
—La trampa es que sólo vos podés responder o hablar. Yo sólo escucho, pregunto y veo —respondió, con un brillo perspicaz en sus ojos marrones, mientras servía una copa de vino para ambos y le dio un fuerte sorbo a su copa.
Quedé expectante, algo en la propuesta no me gustaba, si me pongo a pensar en aquel momento, hubiera querido un mano a mano, un ida y vuelta. Pero siempre con ella las cosas no me salen como quiero y de algún modo, con el paso del tiempo entendí (comprendí), que el timón siempre era suyo.
—Acepto —dije—, pero con una condición.
—¿Cuál? —preguntó, frunciendo el ceño.
—Que finalizado el ritual, me des el beso más hermoso.
Ella rió, con la ternura que la caracterizaba.
—Vamos a ver, depende de cómo salga —arremetió.
Sonreí, sin dejar de ver sus labios.
Entonces, dio vuelta al reloj de arena y mirándome fijo dijo:
—El tiempo corre, como corre la vida. Sabés que no es algo infinito, por eso es que voy a ser rápida en algunas cuestiones, y te pido que no me vengas con divagues heroicos o divagantes—exclamó, clavando su mirada en la mía.
—Así será —respondí, sin dejar de sostener mi mirada en la suya.
—¿Cómo pensás tus próximos años? —indagó con astucia.
—No lo sé. No me veo con un horizonte claro en el futuro. Estoy tratando de sacarme el enojo de los últimos meses… mis pérdidas, mi lejanía. Veo todo como si estuviera observando desde un catalejo. Todo es distante, a veces medio borroso, veo niebla —respiré profundo, buscando aclarar mis ideas— creo que perdí el rumbo, otra vez. Ya no me conmuevo con las cosas que antes lo hacían. Intento encontrar belleza en donde la encontraba y no la hallo. Creo que me encerré en mi seguridad… mi casa, mis mascotas… quizás en alguna historia que invento.
Ella me miró, haciendo un leve gesto de asentimiento.
—Vos sabés, tanto como yo, que cuando caiga ese último granito de arena, no nos vamos a llevar nada. Y si te animás a pensar en serio, sabés que, a lo mejor, nada de esto tenga sentido— dije, dando un sorbo profundo a la copa.
—No te ponga metafórico —dijo, sirviendo un poco de vino en mi copa— A este ritmo vamos a necesitar un tubo más.
Sonreí, pensando que era inevitable lo que proponía.
—¿Qué venís pensando en este tiempo? —propuso, bebiendo vino, sin dejar de mirarme a los ojos.
—Creo que en nada —respondí, dándole un sorbo corto a la copa.
—Dale, te conozco. Veo cuándo te evadís —dijo entre risas.
—¿En serio? —indagué.
—¡Claro!, te veo en los gestos. Tomar vino, evadir la mirada, esa mueca que ponés con los labios de costado —dijo—.
En ese momento, me sentí incómodo, como si estuviera desnudo, a la intemperie.
—¿Estás triste? —preguntó tras un silencio—.
—Creo que si —dije sin pensar— pero siempre estoy triste.
—¿Por qué? —interrogó con argucia.
Sonreí, una forma estúpida de evadirme.
—Creo que es porque no se me da el mundo a mi forma de ser.
—¿Y cómo es ese mundo? —consultó.
—Menos injusto —respondí de modo espontáneo.
—Pero entonces lo que vos querés es una utopía —inquirió.
—No, no soy tan romántico, sólo quiero algo más justo, algo que entiendan todos —respondí mirando al reloj.
—¿Y cómo es eso? —preguntó acercando su mano a las mía.
Pude sentir el frío de sus manos en las mía. Recordaba bien esa sensación.
—Tenés las manos frías —dije.
—Y los pies también —respondió.
—Entonces vayamos a calentarlos —propuse.
Ella sonrió. Me miró fijo y con su pierna, por debajo de la mesa, acarició la mía.
—No te olvides de la propuesta que consensuamos —dictaminó.
La miré con ternura, sin proferir palabra alguna.
—¿Extrañás al pasado?
—Si, claro, siempre —respondí, con seguridad.
—¿Por qué?
—Creo porque es… —miré al reloj de arena— porque no se puede cambiar, no se puede volver, porque es lo que nos hace lo que somos.
Ella me miró, se quedó pensando un instante, luego miró al reloj. Sonrió, finalmente.
—¿Volverías a Buenos Aires? —preguntó, mientras tomaba vino.
—Creo que no —dije de manera rotunda.
—¿Por qué? —preguntó mirando el reloj de arena que se que agotaba y volviendo su mirada a la mía.
—Porque no hay nada allá que me conmueva —respondí.
—¿Y acá? —disparó como un arpón.
—Tampoco —solté sin pensarlo.
Ella me miró sorprendida, mientras acabábamos la botella de vino. Se levantó sin decir palabra alguna buscar otra botella, mientras mi mirada no se apartaba de aquel reloj.
—¿Quién sos? —preguntó mientras descorchaba la otra botella.
—Un tipo que, como muchos, hace lo que puede, con lo que tengo, con mi educación, con mis valores, con mi nivel cultural. A veces hago las cosas equivocándome —hice una pausa para beber— busco que los demás encuentren la felicidad, el placer intelectual y cultural, y creo que lucho y trabajo por eso… quiero morir pensando que trabajé por ello y que lo que hice trascienda mi vida…
Ella asentía mientras hablaba, midiendo mis palabras.
—Pero vos sabés que vivo haciendo cagadas, que me enojo, que hago cosas que están mal, que no me acepta todo el mundo y a veces puedo parecer soberbio; pero sin embargo, pienso que lo que pude haber hecho, pudo haber sido más… siempre voy a ser muy autocrítico… quizás debería haber gritado o tener más carácter, pero siempre hice lo que pude con lo que tengo y creo no estar solo en ello.
—Creo que no —respondió. Se está terminando el tiempo
—Veo —dije, bebiendo un poco.
—¿Hay algo que me quieras decir? —preguntó.
—Muchas cosas, pero no es el momento —dije, viendo cómo caía el último grano de arena.
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