No es novedad para
todo aquel que me conoce un poco que el pastel de papas es mi comida favorita.
Durante un tiempo quise jugar al arqueólogo y buscar, capa tras capa, el origen
de aquella predilección. Pero todo intento fue en vano.
Aunque, en una de esas exploraciones, me encontré con un recuerdo que pensé que se había perdido en las profundidades...
Lo habíamos planeado durante toda aquella semana, desde el lunes en que me llamó por teléfono. Siempre lo hacía después de cenar, al volver de la técnica, antes de irse a dormir. Esa noche me contó que sus padres viajarían a Necochea junto a su hermano y que saldrían el viernes por la tarde.
—Entonces vos también vas —respondí con un dejo de tristeza.
—No, bobo —me dijo entre risas—. Me quedo. Les dije que teníamos el cumpleaños de Érica, en el Tigre, con lancha y esas cosas.
Se hizo un silencio.
—¿Te dejaron? —pregunté con profunda curiosidad.
—Sí, es re loco, pero me dijeron que no había problema, siempre y cuando vaya con Cinthia.
Bueno, genial —dije, intentando sonar neutral. Ella comenzó a reír.
—¿Ves que no entendés? —me dijo, bajando la voz—. No hay ningún cumpleaños de Érica. Mañana arreglo todo con Cinthia para armar un plan juntas, por si la llaman desde la costa.
Una sonrisa se me dibujó de lado a lado. Si algo me gustó siempre fue ser cómplice, y más aún cuando se trataba de que ella me hiciera la segunda… o viceversa.
Desde hacía tiempo veníamos buscando una oportunidad para estar solos, para tener mayor intimidad, y todo parecía indicar que el viernes sería esa oportunidad tan esperada. Los días fueron pasando uno a uno: por la mañana, la fábrica; por la tarde-noche, la escuela. Recuerdo bien el miedo que me producían materias como Hidráulica y Máquinas Hidráulicas, Resistencia de los Materiales y Termodinámica. Me demandaban mucho tiempo entre semana, y ni hablar los fines de semana. Por eso me propuse no dejar nada pendiente y llegar al viernes sin obligaciones.
No sé si les pasa, pero hay algo en el viernes. Una sensación, una promesa de que todo puede cumplirse. Llega el viernes, tipo 17 hs, y el cuerpo sabe que un milagro puede ocurrir.
Por eso, ese viernes, salí de la fábrica y me fui a casa. Como siempre, me saqué la ropa del trabajo y la puse para lavar, y de ahí me fui directo al baño para darme una larga ducha. Todo tenía que salir bien.
Me afeité hasta quedar suave como colita de bebé y me puse un poco del buen perfume que tenía mi viejo en un cajón. Luego elegí bien la ropa: quería que fuera cómoda, pero no muy informal. Tampoco quería demasiada formalidad.
El calor todavía estaba presente a finales de aquel marzo, así que la elección recayó en una remera de mangas cortas, un pantalón de jean claro y una campera, también de jean, un poco más obscura.
Miré la billetera: tenía algo de plata de la quincena anterior. Agarré la mochila que había preparado con un cambio de ropa y otros menesteres, y le avisé a mi madre que pasaría el fin de semana en Del Viso con Germán. Luego del clásico interrogatorio, logré aniquilar cada una de sus dudas y estaba presto para continuar con el plan.
Salí despacio hacia la parada del colectivo cuando noté que no tenía cigarrillos. Crucé la avenida, compré un box y unos chicles. A ella no le gustaba el olor a cigarro, por eso siempre llevaba chicles de menta fuerte, que a veces reforzaba con caramelos de mentol.
Le pregunté la hora a Maxi, el kiosquero, y me dijo que eran las 18:40hs. Le agradecí y pensé que no quería llegar demasiado temprano; no quería que se notara mi ansiedad. En nuestro llamado de la noche anterior habíamos quedado en que llegaría rondando las 20 hs. Así que encendí un cigarrillo y caminé hasta la parada del 5. Me apoyé en la esquina, como siempre, mientras fumaba y esperaba. Saludé a Luquitas, que se iba al club, y a Norma, que me dijo que me abrigara, que seguro refrescaba a la noche.
Trataba de disimular, pero no podía. Entonces llegó el primer bondi y me subí.
El viaje hasta Caballito demandaba poco más de treinta minutos. En vez de bajar en Acoyte, prefería hacerlo en la siguiente parada, atravesar el siempre inquietante Parque Rivadavia, llegar a la avenida del mismo nombre, cruzarla, pasar por el puente y así desembocar en la esquina de su casa.
Le pregunté la hora a un hombre al pasar: 19:20hs, pibe —me respondió con sequedad. Caminé hasta enfrente de su esquina y prendí otro cigarrillo. Cuando iba por la mitad, escuché desde la ventana de arriba que alguien me chistaba. Miré: era ella.
—¡Chhh! Apagá eso y vení, que te abro —me dijo.
Enseguida me puse un chicle en la boca, tiré el cigarrillo y crucé.
—¡Contraseña! —se escuchó del otro lado de la puerta.
No sabía qué decir, así que dije lo primero que se me vino a la cabeza:
—Pastel de papas.
La puerta se abrió y me abrazó. Me recibió con un beso interminable. Luego me tomó de la mano y, yendo ella adelante, subimos la escalera. Ver su figura desde atrás, subiendo con tanta naturalidad, es algo que aún hoy atesoro en mis recuerdos.
Entramos. Dejé la mochila en su habitación y, al volver, me dijo:
—Poné algo de música que nos guste a los dos.
Nunca le gustó el heavy metal que yo escuchaba, pero tampoco quise imponerle nada. Por otro lado, su gusto musical no iba más allá de lo que sonaba en las FM de la ciudad. Me dirigí al mueble con CDs y, tras una larga búsqueda, encontré algo que podía no ser tan malo: ¿Dónde jugarán los niños?, de Maná. Con un poco de dudas y angustia lo puse en el minicomponente. En instantes, la música comenzó a sonar.
Entonces noté que ella estaba en la cocina. Fui hasta allá y la vi en plena acción.
Apoyé el mentón sobre su hombro, abrazándola por la cintura, y observé cómo cortaba una cebolla morada, pero también había blancas.
En la mesada había un morrón colorado, otro verde, aceitunas, cebolla de verdeo… y papas. Eso último me llamó la atención, pero me impacientaba verla trabajar y yo sin hacer nada.
—¿Dónde están los huevos? —pregunté.
—En la heladera —respondió.
—¿Tres están bien?
—Mejor uno más —dijo, y me guiñó un ojo.
Sonreí y busqué un jarro para hervirlos. Luego tomé un cuchillo y me dispuse a cortar los morrones. Creo que devolvíamos una imagen hermosa: los dos tomando mate, charlando, haciendo chistes, riendo, trabajando al unísono mientras preparábamos la cena.
Terminé con los morrones y saqué la jarra del fuego. Ella seguía concentrada, cortando el verdeo.
—¿Querés que pele y corte las papas? —le pregunté.
—Dale, haceme ese favor —me dijo.
Sonaba Cómo te deseo cuando la vi sacar dos zanahorias de la heladera, pelarlas y comenzar a rallarlas. Extrañado, le pregunté:
—¿Para qué eso?
Ella me miró sobre el hombro, con una mueca pícara.
—¿Todavía no sabés lo que vamos a comer, no?
La miré desafiante.
—¡Empanadas! —aventuré.
Ella estalló en una carcajada.
—Ay, Roberto, a veces sos un tontito —dijo, y siguió en lo suyo, cocinando la carne picada.
Le cebé un mate y me pidió que rallara el queso que había en la heladera; después, que cortara un poco de cuartirolo en dados. Imaginé que sería para empanadas de jamón y queso, pero no fue así.
Sacó las papas del fuego, las escurrió con cuidado, buscó la manteca y la leche. Mientras lo hacía, me mandó al comedor a poner la mesa, y luego me pidió que fuera al almacén de la vuelta a comprar unas cervezas.
Al volver, el olor lo revelaba todo: era inconfundible. Subiendo las escaleras, podía saborear la cena antes de llegar.
Cuando nos sentamos, sonrió con ese gesto tan suyo y me dijo, casi en secreto: —El truco está en agregarle zanahoria rallada.
La miré con ternura y le dí un beso. Ella jamás
supo cuál era mi secreto, ni cómo preparo el pastel de papas. Nuca más volvimos
a coincidir en la cocina como aquella vez, ni nos reímos como con aquella
película de sobremesa…
A veces pienso que la vida se parece a ese plato: una capa de cosas que se van mezclando, de dulces y saladas, de lo que fue y de lo que todavía podría ser.
El tiempo pasa, ninguno de los dos estamos en la vida del otro, claro, pero hay sabores que resisten al olvido. Y uno se da cuenta de que, al final, no era la comida lo que más le gustaba, sino el haber compartido aquel momento, el nosotros, el milagro simple de haber estado ahí, juntos.
Aunque, en una de esas exploraciones, me encontré con un recuerdo que pensé que se había perdido en las profundidades...
Lo habíamos planeado durante toda aquella semana, desde el lunes en que me llamó por teléfono. Siempre lo hacía después de cenar, al volver de la técnica, antes de irse a dormir. Esa noche me contó que sus padres viajarían a Necochea junto a su hermano y que saldrían el viernes por la tarde.
—Entonces vos también vas —respondí con un dejo de tristeza.
—No, bobo —me dijo entre risas—. Me quedo. Les dije que teníamos el cumpleaños de Érica, en el Tigre, con lancha y esas cosas.
Se hizo un silencio.
—¿Te dejaron? —pregunté con profunda curiosidad.
—Sí, es re loco, pero me dijeron que no había problema, siempre y cuando vaya con Cinthia.
Bueno, genial —dije, intentando sonar neutral. Ella comenzó a reír.
—¿Ves que no entendés? —me dijo, bajando la voz—. No hay ningún cumpleaños de Érica. Mañana arreglo todo con Cinthia para armar un plan juntas, por si la llaman desde la costa.
Una sonrisa se me dibujó de lado a lado. Si algo me gustó siempre fue ser cómplice, y más aún cuando se trataba de que ella me hiciera la segunda… o viceversa.
Desde hacía tiempo veníamos buscando una oportunidad para estar solos, para tener mayor intimidad, y todo parecía indicar que el viernes sería esa oportunidad tan esperada. Los días fueron pasando uno a uno: por la mañana, la fábrica; por la tarde-noche, la escuela. Recuerdo bien el miedo que me producían materias como Hidráulica y Máquinas Hidráulicas, Resistencia de los Materiales y Termodinámica. Me demandaban mucho tiempo entre semana, y ni hablar los fines de semana. Por eso me propuse no dejar nada pendiente y llegar al viernes sin obligaciones.
No sé si les pasa, pero hay algo en el viernes. Una sensación, una promesa de que todo puede cumplirse. Llega el viernes, tipo 17 hs, y el cuerpo sabe que un milagro puede ocurrir.
Por eso, ese viernes, salí de la fábrica y me fui a casa. Como siempre, me saqué la ropa del trabajo y la puse para lavar, y de ahí me fui directo al baño para darme una larga ducha. Todo tenía que salir bien.
Me afeité hasta quedar suave como colita de bebé y me puse un poco del buen perfume que tenía mi viejo en un cajón. Luego elegí bien la ropa: quería que fuera cómoda, pero no muy informal. Tampoco quería demasiada formalidad.
El calor todavía estaba presente a finales de aquel marzo, así que la elección recayó en una remera de mangas cortas, un pantalón de jean claro y una campera, también de jean, un poco más obscura.
Miré la billetera: tenía algo de plata de la quincena anterior. Agarré la mochila que había preparado con un cambio de ropa y otros menesteres, y le avisé a mi madre que pasaría el fin de semana en Del Viso con Germán. Luego del clásico interrogatorio, logré aniquilar cada una de sus dudas y estaba presto para continuar con el plan.
Salí despacio hacia la parada del colectivo cuando noté que no tenía cigarrillos. Crucé la avenida, compré un box y unos chicles. A ella no le gustaba el olor a cigarro, por eso siempre llevaba chicles de menta fuerte, que a veces reforzaba con caramelos de mentol.
Le pregunté la hora a Maxi, el kiosquero, y me dijo que eran las 18:40hs. Le agradecí y pensé que no quería llegar demasiado temprano; no quería que se notara mi ansiedad. En nuestro llamado de la noche anterior habíamos quedado en que llegaría rondando las 20 hs. Así que encendí un cigarrillo y caminé hasta la parada del 5. Me apoyé en la esquina, como siempre, mientras fumaba y esperaba. Saludé a Luquitas, que se iba al club, y a Norma, que me dijo que me abrigara, que seguro refrescaba a la noche.
Trataba de disimular, pero no podía. Entonces llegó el primer bondi y me subí.
El viaje hasta Caballito demandaba poco más de treinta minutos. En vez de bajar en Acoyte, prefería hacerlo en la siguiente parada, atravesar el siempre inquietante Parque Rivadavia, llegar a la avenida del mismo nombre, cruzarla, pasar por el puente y así desembocar en la esquina de su casa.
Le pregunté la hora a un hombre al pasar: 19:20hs, pibe —me respondió con sequedad. Caminé hasta enfrente de su esquina y prendí otro cigarrillo. Cuando iba por la mitad, escuché desde la ventana de arriba que alguien me chistaba. Miré: era ella.
—¡Chhh! Apagá eso y vení, que te abro —me dijo.
Enseguida me puse un chicle en la boca, tiré el cigarrillo y crucé.
—¡Contraseña! —se escuchó del otro lado de la puerta.
No sabía qué decir, así que dije lo primero que se me vino a la cabeza:
—Pastel de papas.
La puerta se abrió y me abrazó. Me recibió con un beso interminable. Luego me tomó de la mano y, yendo ella adelante, subimos la escalera. Ver su figura desde atrás, subiendo con tanta naturalidad, es algo que aún hoy atesoro en mis recuerdos.
Entramos. Dejé la mochila en su habitación y, al volver, me dijo:
—Poné algo de música que nos guste a los dos.
Nunca le gustó el heavy metal que yo escuchaba, pero tampoco quise imponerle nada. Por otro lado, su gusto musical no iba más allá de lo que sonaba en las FM de la ciudad. Me dirigí al mueble con CDs y, tras una larga búsqueda, encontré algo que podía no ser tan malo: ¿Dónde jugarán los niños?, de Maná. Con un poco de dudas y angustia lo puse en el minicomponente. En instantes, la música comenzó a sonar.
Entonces noté que ella estaba en la cocina. Fui hasta allá y la vi en plena acción.
Apoyé el mentón sobre su hombro, abrazándola por la cintura, y observé cómo cortaba una cebolla morada, pero también había blancas.
En la mesada había un morrón colorado, otro verde, aceitunas, cebolla de verdeo… y papas. Eso último me llamó la atención, pero me impacientaba verla trabajar y yo sin hacer nada.
—¿Dónde están los huevos? —pregunté.
—En la heladera —respondió.
—¿Tres están bien?
—Mejor uno más —dijo, y me guiñó un ojo.
Sonreí y busqué un jarro para hervirlos. Luego tomé un cuchillo y me dispuse a cortar los morrones. Creo que devolvíamos una imagen hermosa: los dos tomando mate, charlando, haciendo chistes, riendo, trabajando al unísono mientras preparábamos la cena.
Terminé con los morrones y saqué la jarra del fuego. Ella seguía concentrada, cortando el verdeo.
—¿Querés que pele y corte las papas? —le pregunté.
—Dale, haceme ese favor —me dijo.
Sonaba Cómo te deseo cuando la vi sacar dos zanahorias de la heladera, pelarlas y comenzar a rallarlas. Extrañado, le pregunté:
—¿Para qué eso?
Ella me miró sobre el hombro, con una mueca pícara.
—¿Todavía no sabés lo que vamos a comer, no?
La miré desafiante.
—¡Empanadas! —aventuré.
Ella estalló en una carcajada.
—Ay, Roberto, a veces sos un tontito —dijo, y siguió en lo suyo, cocinando la carne picada.
Le cebé un mate y me pidió que rallara el queso que había en la heladera; después, que cortara un poco de cuartirolo en dados. Imaginé que sería para empanadas de jamón y queso, pero no fue así.
Sacó las papas del fuego, las escurrió con cuidado, buscó la manteca y la leche. Mientras lo hacía, me mandó al comedor a poner la mesa, y luego me pidió que fuera al almacén de la vuelta a comprar unas cervezas.
Al volver, el olor lo revelaba todo: era inconfundible. Subiendo las escaleras, podía saborear la cena antes de llegar.
Cuando nos sentamos, sonrió con ese gesto tan suyo y me dijo, casi en secreto: —El truco está en agregarle zanahoria rallada.
A veces pienso que la vida se parece a ese plato: una capa de cosas que se van mezclando, de dulces y saladas, de lo que fue y de lo que todavía podría ser.
El tiempo pasa, ninguno de los dos estamos en la vida del otro, claro, pero hay sabores que resisten al olvido. Y uno se da cuenta de que, al final, no era la comida lo que más le gustaba, sino el haber compartido aquel momento, el nosotros, el milagro simple de haber estado ahí, juntos.