jueves, 27 de noviembre de 2025

Entre frenadas y miradas…

Creo que estaba en segundo año de la secundaria cuando la vi por primera vez en el 5. Sí, era segundo, porque a la mañana teníamos los talleres y a la tarde las materias generales.
Recuerdo bien el ejercicio de ajuste: un tormento para casi todos nosotros. Consistía en trazar y marcar un hexágono en el centro de una base rectangular con bordes redondeados a lima; luego, con la agujereadora de pie, hacer los agujeros tan precisos como fuera posible. Si tenías suerte, el sobrante se caía solo con un golpe de maza. Si no, a seguir perforando y limando.
Después venía lo más laborioso: desbastar la superficie hasta dejarla plana. Al menos un mes tardábamos en lograr que el hexágono ajustara perfectamente con el rectángulo. Meta azul de Prusia sobre el mármol de ajuste. Al final, se trazaba el centro, se practicaba un nuevo agujero, se roscaba con el macho, y en el torno se hacía, con bronce, un tirador o pomo (nunca supe el nombre exacto de esa pieza).
Las limas de la escuela estaban gastadas, tras años de intenso uso y eso hacía eterno nuestro trabajo. A menos, claro, que fueras lo bastante rápido para estar junto al profe cuando abría el armario: ahí, si eras veloz, conseguías la “bastarda”, la mejor de todas las limas, pero sólo había una.
Yo no tenía esa suerte. Así que más de una vez me guardaba la pieza en el bolsillo del overol y me la llevaba a la casa de Ariel, “el Ángel Verde”, un personaje del grupo de radio con los que hablábamos por la banda ciudadana. En su taller había limas buenas y una morsa. No necesitaba más nada.
Salíamos siempre rápido de la escuela por la tarde, hartos de estar todo el día adentro, caminando hasta la esquina de la Av. Olivera y la calle Rodó. Si hacías el trayecto a buen ritmo, alcanzabas a subir al interno 721 de la línea 5, que era el primero que pasaba, sino teníamos que esperar diez o quince minutos al próximos. El que manejaba “el loco”.
Le decíamos así por cómo aceleraba y frenaba. Tenía la última unidad palanquera que quedaba en servicio, chasis Mercedes Benz, tres puertas laterales y piso alto. En la primera acelerada, la inercia te dejaba a mitad del bondi. Las señoras se quejaban, pero para nosotros era una bendición: en diez minutos estábamos en casa, aunque termináramos golpeados y amontonados al frente o atrás por sus aceleradas o frenazos bruscos.
En una de esas sacudidas, mientras escuchaba Hermética en el walkman, me llevé puesta a una chica. Le pedí disculpas al instante, sin verla todavía. Cuando me giré, quedamos frente a frente, en silencio.
—No pasa nada —me dijo, sonriendo con gentileza.
Se me cayó el auricular izquierdo —siempre se me caía—, pero no podía salir de ese letargo. Era rubia, de unos 1,68m, ojos marrones, pelo hasta los hombros, jeans obscuros y un pulóver gris, simple. El resto del viaje lo hice atontado, con la mirada perdida en ella. Al bajar, por alguna razón, guardé el boleto.
Esa noche, hablando con Facundo por radio, le conté lo que me había pasado. Después de un rato de cargadas, entendió que hablaba en serio.
—Tranqui, boludo, no te la vas a cruzar más. Miles de personas viajan en el bondi —dijo entre cambio y cambio.
—Pero llevaba mochila… capaz que estudia por acá cerca.
—Olvidate, no la vas a ver más.
Y tuvo razón: no la vi por un mes.
El recorrido en bicicleta era siempre el mismo cuando iba a lo del “Ángel Verde”: Albariño hasta Zuviría, de allí derecho hasta el Pasaje Güiraldes, y de allí, por Crisóstomo Álvarez hasta Murguiondo. Una tarde, yendo hacia allá, la vi cruzando la plaza de Crisóstomo Álvarez y Güiraldes. Me quedé tan pasmado que casi me atropella un taxi. Ese día supe que vivíamos cerca.
Un mediodía, salimos del taller con Facu y Gustavo y fuimos caminando por Av. Alberdi hasta la calle Pola, donde trabajaba Miguel, un viejo loco de la radio que había vuelto a poner en funcionamiento el equipo después de 10 años y nos encontró a nosotros en frecuencia. Vivía cerca de nosotros en Monte y Pola.
En el cruce de Alberdi y Olivera, la vi bajar del colectivo. Cruzó y siguió caminando por Alberdi. Como íbamos en la misma dirección, no parecía que la siguiera, aunque por dentro sentía que sí. Iba con los chicos hablando de heavy metal y guitarristas, cuando la vi entrar en la Escuela Yrurtia. Ahora todo tenía sentido: vivíamos y estudiábamos cerca.
Esa tarde no llegamos a tiempo para las clases de teoría, así que pasamos el resto del día en el parque Avellaneda, riendo, tomando sol y escuchando música.
Cuando volví, de lejos vi venir el bondi del loco. Corrí y logré subir. Apretado entre la gente, me fui abriendo paso hacia el fondo… y ahí estaba ella.
Viajamos juntos hasta que bajé. Ese día también guardé el boleto.
Con el tiempo se volvió una especie de ritual: cada vez que la veía, el boleto iba al bolsillo y del bolsillo a mi escondite.
A veces compartíamos una sonrisa cómplice cuando cruzábamos miradas y alguno de los dos se distraía con los arranques o frenazos violentos del colectivo. Una tarde, alguien se levantó de un asiento individual; le hice un gesto para que se sentara, pero ella negó con una sonrisa y señaló a una señora que, como un rayo, se adelantó. Me encogí de hombros, sonreí, y noté que no me habló porque llevaba los auriculares puestos. Me sentí un idiota.
Así fueron pasando los meses. Nunca me animé a hablarle. Llegó diciembre y con él, el fin de clases. El verano se asomaba, aunque empañado por mi materia previa de matemática. Me pasaba las noches hablando por radio y las tardes andando en bici o jugando al fútbol.
El año siguiente fue distinto. Casi no la veía, salvo algún martes o jueves. Yo estaba en otra, saliendo con Mariana.
Una tarde de lluvia, el piso del colectivo estaba muy resbaloso. El loco frenó de golpe y la inercia la trajo directo a mis brazos. Casi caemos los dos, pero la sostuve de milagro.
—¿Estás bien? —pregunté.
—Sí, gracias. Casi me mato —respondió sonriendo, mientras separaba su cara de mi pecho.
—Está espantoso esto —dije, buscando prolongar el momento.
Pero una vocecita infantil la llamó desde atrás:
—¡Ceci! Vení, ¿estás bien?
—Perdoná, mi hermanita —me dijo con dulzura y una sonrisa.
—Por favor —respondí, haciendo un ademán con la mano, señalando en dirección a la pequeña. Otra vez el destino jugando en mi contra.
Cuando el colectivo frenó, caminé hacia la puerta y me miró por última vez. Sin hablar, sólo movió los labios, diciendo: “gracias”. Respondí bajando levemente la cabeza y cerrando los ojos, como un acto de caballerosidad. En ese instante supe su nombre: Cecilia.
Después de eso, nunca más coincidimos en aquel año. Sólo una tarde, cuando estaba en sexto año, la vi subir mientras yo bajaba. Guardé también ese boleto.
Pasaron los años. Una mañana de sábado, camino a rendir un final, la vi de nuevo. Era obvio que era ella, aunque distinta: más grande, el pelo más corto, con reflejos más claros que le iluminaban su cara. Leía unos apuntes con expresiones algebraicas de interés compuesto; supuse que estudiaba administración o contaduría. No me vio. Bajó en Once, en Bartolomé Mitre y Pasco. Yo, unas cuadras más adelante, en Montevideo.
Desde entonces, nunca más la volví a ver.
Hace un tiempo, revolviendo mi baúl de los recuerdos, encontré los boletos que había guardado. La impresión térmica se había borrado, igual que su rostro en mi memoria.
Y pensé en cómo el tiempo, paciente y silencioso, se encarga de limar las aristas de todo: los amores, los rostros, las calles, los olores. Igual que en el taller, donde la lima gastada borra las marcas del metal hasta dejarlo liso, el tiempo también desgasta lo que alguna vez fue importante.
Quizás eso sea crecer: aprender a aceptar que algunas huellas, por más que las guardemos, se borran para siempre, como aquellos boletos.

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