En un tranquilo pueblo de
montaña, en medio del exilio, vivía María, la valiente esposa del general Carlos.
Para estar a salvo de los peligros de la guerra y ocultar su identidad, María
se refugió en un pequeño hotel bajo un nombre falso. Aunque estaba lejos de los
campos de batalla, el eco de la guerra resonaba en su corazón cada vez que
recibía noticias de su esposo.
Las cartas de Carlos no llegaron directamente, sino que eran entregadas por un niño llamado Andrés. El pequeño se había convertido en el enlace secreto entre ellos, llevando y trayendo las misivas que narraban el sombrío destino de cada acontecimiento que se suscitaba en el transcurso de la batalla. Con cada encuentro, Andrés miraba a María con sus ojos llenos de inocencia, sabiendo que estaba cumpliendo una misión vital que tal vez no comprendía del todo.
La primera carta llegó en un atardecer frío que dejó escarcha sobre la catedral. Carlos describió el frío arsenal con el que se encontró, rodeado de soldados cansados pero determinados. Detalló la feroz lucha que se desataba en cada enfrentamiento, donde los disparos resonaban en los obscuros pasillos de abandonados cuarteles. El frío del lugar se colaba en sus huesos, pero su espíritu de liderazgo y valentía no flaqueaba a pesar de las extremas condiciones.
En la segunda carta, el tono de Carlos era más sombrío. Describía cómo las batallas iban en contra de su ejército, y cómo las fuerzas enemigas avanzaban implacables. Mencionó las negociaciones entre ambos bandos por la paz, pero las condiciones eran difíciles de alcanzar. A pesar de la incertidumbre, Carlos no perdía la esperanza y prometía luchar hasta el final y un reencuentro.
En la tercera carta, los relatos de Carlos eran aún más desalentadores. Las pérdidas aumentan y los cuarteles comenzaban a ser abandonados. Detalles del amanecer frío y neblinoso en los campos de batalla le dieron a María un escalofrío, imaginando la dura realidad que su esposo enfrentaba día tras día. Sin embargo, en medio de la adversidad, Carlos le recordaba a María su amor y lealtad inquebrantable.
Tras la cuarta carta, las noticias sorprendieron a María. Carlos le informó sobre las negociaciones, que se habían intensificado, y que se acercaban a un acuerdo de paz. Ambos bandos buscaban una salida a la guerra que había cobrado tantas vidas. María se llenó de esperanza y oró para que la paz finalmente llegara y su esposo regresara a su lado. Sólo fue un mal período, pensó.
Mientras esperaba el desenlace de las negociaciones, María observaba los atardeceres desde la ventana del hotel. Los cielos se teñían de amarillo y naranja, pero también sentían el frío que se filtraba por los cristales y que permitía apreciar aquellos rastros de condensación que con cada exhalación de aire dejaba en la ventana. Recordaba los cuarteles abandonados y cómo el tiempo parecía detenidos en ellos. Aunque el exilio la mantenía alejada de los combates, no podía evitar sentir en su corazón la desolación de aquellos lugares.
Mientras María esperaba ansiosa la llegada de Andrés con una nueva carta de su esposo, en un nuevo punto, a las afueras, el niño apareció frente a ella con una mirada triste y esquiva. Al ver su expresión, el corazón de María se hundió en un abismo de preocupaciones. Sus suposiciones se confirmaron cuando Andrés pronunció esas palabras dolorosas: "Lamento ser yo quien tus sospechas confirman".
Sereno era el cielo, pero oculto llevaba un trágico disfraz, en medio de las ruinas de aquel edificio viejo y abandonado, María se dejó caer en el umbral, abrumada por la desesperación y el dolor. Las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas, y una sensación de vacío la invadió por completo.
El pequeño Andrés explicó que, durante las negociaciones de paz, se había acordado un alto al fuego, y como resultado, las cartas de Carlos ya no serían necesarias. El armisticio había puesto fin a la guerra, pero también al medio de comunicación que María había utilizado para sostener aquel necesario contacto con su amado esposo.
María sintió que su mundo se derrumbaba. La esperanza que había crecido en su corazón tras las últimas cartas se desvaneció en un instante. Desconsolada y a toda velocidad, se dirigió a un viejo edificio en ruinas a las afueras del pueblo y derrumbada en el umbral, dejó que sus lágrimas se mezclaran con la tristeza y la incertidumbre.
El lugar desolado se asemejaba a su estado de ánimo. Los restos del edificio abandonado eran un recuerdo tangible de la devastación y el sufrimiento causado por la guerra. El firmamento plomizo ya no transmitía órdenes de bombardeo desde distancias seguras; mientras, a lo lejos, el susurro de un asesino explicando lo que había sucedido y cómo se restableció la paz, era propagado por un ahogado parlante de televisor.
Ahora, la viuda del general con sus cartas desde el exilio promete regresar.
Las cartas de Carlos no llegaron directamente, sino que eran entregadas por un niño llamado Andrés. El pequeño se había convertido en el enlace secreto entre ellos, llevando y trayendo las misivas que narraban el sombrío destino de cada acontecimiento que se suscitaba en el transcurso de la batalla. Con cada encuentro, Andrés miraba a María con sus ojos llenos de inocencia, sabiendo que estaba cumpliendo una misión vital que tal vez no comprendía del todo.
La primera carta llegó en un atardecer frío que dejó escarcha sobre la catedral. Carlos describió el frío arsenal con el que se encontró, rodeado de soldados cansados pero determinados. Detalló la feroz lucha que se desataba en cada enfrentamiento, donde los disparos resonaban en los obscuros pasillos de abandonados cuarteles. El frío del lugar se colaba en sus huesos, pero su espíritu de liderazgo y valentía no flaqueaba a pesar de las extremas condiciones.
En la segunda carta, el tono de Carlos era más sombrío. Describía cómo las batallas iban en contra de su ejército, y cómo las fuerzas enemigas avanzaban implacables. Mencionó las negociaciones entre ambos bandos por la paz, pero las condiciones eran difíciles de alcanzar. A pesar de la incertidumbre, Carlos no perdía la esperanza y prometía luchar hasta el final y un reencuentro.
En la tercera carta, los relatos de Carlos eran aún más desalentadores. Las pérdidas aumentan y los cuarteles comenzaban a ser abandonados. Detalles del amanecer frío y neblinoso en los campos de batalla le dieron a María un escalofrío, imaginando la dura realidad que su esposo enfrentaba día tras día. Sin embargo, en medio de la adversidad, Carlos le recordaba a María su amor y lealtad inquebrantable.
Tras la cuarta carta, las noticias sorprendieron a María. Carlos le informó sobre las negociaciones, que se habían intensificado, y que se acercaban a un acuerdo de paz. Ambos bandos buscaban una salida a la guerra que había cobrado tantas vidas. María se llenó de esperanza y oró para que la paz finalmente llegara y su esposo regresara a su lado. Sólo fue un mal período, pensó.
Mientras esperaba el desenlace de las negociaciones, María observaba los atardeceres desde la ventana del hotel. Los cielos se teñían de amarillo y naranja, pero también sentían el frío que se filtraba por los cristales y que permitía apreciar aquellos rastros de condensación que con cada exhalación de aire dejaba en la ventana. Recordaba los cuarteles abandonados y cómo el tiempo parecía detenidos en ellos. Aunque el exilio la mantenía alejada de los combates, no podía evitar sentir en su corazón la desolación de aquellos lugares.
Mientras María esperaba ansiosa la llegada de Andrés con una nueva carta de su esposo, en un nuevo punto, a las afueras, el niño apareció frente a ella con una mirada triste y esquiva. Al ver su expresión, el corazón de María se hundió en un abismo de preocupaciones. Sus suposiciones se confirmaron cuando Andrés pronunció esas palabras dolorosas: "Lamento ser yo quien tus sospechas confirman".
Sereno era el cielo, pero oculto llevaba un trágico disfraz, en medio de las ruinas de aquel edificio viejo y abandonado, María se dejó caer en el umbral, abrumada por la desesperación y el dolor. Las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas, y una sensación de vacío la invadió por completo.
El pequeño Andrés explicó que, durante las negociaciones de paz, se había acordado un alto al fuego, y como resultado, las cartas de Carlos ya no serían necesarias. El armisticio había puesto fin a la guerra, pero también al medio de comunicación que María había utilizado para sostener aquel necesario contacto con su amado esposo.
María sintió que su mundo se derrumbaba. La esperanza que había crecido en su corazón tras las últimas cartas se desvaneció en un instante. Desconsolada y a toda velocidad, se dirigió a un viejo edificio en ruinas a las afueras del pueblo y derrumbada en el umbral, dejó que sus lágrimas se mezclaran con la tristeza y la incertidumbre.
El lugar desolado se asemejaba a su estado de ánimo. Los restos del edificio abandonado eran un recuerdo tangible de la devastación y el sufrimiento causado por la guerra. El firmamento plomizo ya no transmitía órdenes de bombardeo desde distancias seguras; mientras, a lo lejos, el susurro de un asesino explicando lo que había sucedido y cómo se restableció la paz, era propagado por un ahogado parlante de televisor.
Ahora, la viuda del general con sus cartas desde el exilio promete regresar.
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