“Podes crear tu propio mundo,
pero no esperés que nadie venga a ayudarte”
pero no esperés que nadie venga a ayudarte”
Un grito galopante se acercaba, un grito galopante susurrando apocalípticamente lo que no quería ser oído, un grito galopante que de cuando en cuando aún resuena en lugares de lo que fuera alguna vez parte de aquel reino lejano. Aquel grito proclamaba ideales nuevos… y así comenzó la historia corta por cierto de una nación que supo ser grande y aún lo es a su manera.
Argentina vivió grandes hechos, la revolución de aquel 25 de Mayo de 1810, una independencia desperdiciada en la Asamblea del año 1813, la independencia concretada el 9 de Julio de 1816, la generación del 80, Sarmiento con el privilegio de la cultura, Yrigoyen consolidando la democracia para los nuevos ciudadanos, o Perón promoviendo una profunda democratización social. Fueron etapas que nos proporcionaron ser el país humanísticamente más desarrollado del Continente.
En 1811 Moreno realizó el “Plan de Operaciones”, en agosto de 1812 Vicente López y Planes escribió el Himno Nacional, los dos textos dictaminaban que las por entonces Provincias Unidas del Sur tenían la misión de civilizar a los países hermanos, el destino de liberarlos y guiarlo, la obligación de protegerlos y servirle de ejemplo. Se forjaba la idea de dos grandes naciones líderes, con riquezas equivalentes y futuros gloriosos en un mismo continente, Estados Unidos al norte y la Argentina al sur.
En 1880 el indio todavía guerreaba en la Provincia de Buenos Aires y quebraba las fronteras de Salta y Chaco. En 1913 se inauguraba el subterráneo a Primera Junta, uno de los primeros del mundo. Pertenecíamos al puñado de naciones más ricas del globo, el G7 que en aquel entonces no existía. Teníamos un alto nivel educativo gracias al gigante Sarmiento, unido a una democratización social que hacía de todos los habitantes verdaderos ciudadanos.
Mi país fue pensado hace dos siglos como un reflejo de Europa, sin indios y sin negros. A ese país utópico, las sucesivas dictaduras, las internas iluministas, la oligarquía fueron convirtiéndolo en una repetición infinita de si mismo, en una línea directriz en la que cada uno, para sentirse argentino debe actuar como los demás. Esa repetición, es quizás, lo único que nos hace diferentes.
El país surgió al mundo en pocas décadas, más rápido que Canadá y casi como Israel a partir de 1948 (con todo el apoyo mundial). Hicimos mucho en cincuenta años y nada en los años que siguieron.
“No hay duda posible”, dijo Jules Huret en 1911: “dentro de cincuenta años, la Argentina será uno de los países más ricos y dichosos del globo”.
Quizás nadie pueda explicar la decadencia de aquel país que en 1928 era la sexta potencia económica del mundo y que seis décadas después quedó en el quintuagésimo lugar. Hoy mi nación se olvidó casi todo, salvo la grandeza que supo tener. Y es esa grandeza la que la atormenta, la asfixia, la condiciona en su presente, es una suerte de nostalgia, una súplica para que de algún modo vuelva a repetirse.
Desde la Organización Nacional y la Generación del 80 creyeron y crearon la Argentina, por entonces y a la luz de las estadísticas, Japón, España, Italia y el mismo Canadá, venían a nuestra zaga… por vivir mejor que ellos y verlos inmigrar por miles, terminamos creyéndonos superiores… lo cierto es que nuestras madres, la aborigen americana, la española y la italiana nos quedaban chicas en aquel momento. De la nada del desierto levantamos ciudades, una calidad de vida excepcional y hasta una de las diez metrópolis más grandes del mundo.
Ya en 1930 Buenos Aires fue la gran ciudad, la reina del plata, en un lustro se hizo el teatro Colón y el palacio del congreso (más bello que el capitolio de Washington), el barrio de Palermo, los palacios del Barrio Norte con frescos de Sert y gobelinos auténticos, la gran burguesía de la elegancia, con su París, bibliotecas y pinacotecas contrastaban con los barrios de La Boca del Riachuelo. En 20 años ya eran famosos nuestros cirujanos e investigadores. La universidad argentina exportaba conocimientos y técnicas e importaba investigadores europeos. La revolución comunista y el “crash” capitalista de 1929 nos afectaron muy poco, como si fuese una ola muerta llegando a la costa opuesta, pero como siempre aquí se magnificó la cuestión y nos permitimos hablar de la “década infame” y de atroces dictaduras, mientras en la bolsa se apostaban las empresas y los del campo hacían la suya como lo hicieron siempre, la hacen ahora y lo harán.
Muchas veces hablando con muchas personas, éstas añoran esos momentos y proclaman: “si alguna vez fuimos ‘así’, ¿por qué no podemos volver a ser ‘así’?. Y a veces me cuesta creer en esa manera de pensar… mi país tardó sólo veinte años en caer y lleva más de cuarenta tratando de levantarse. En 1942 el economista Colin Clark profirió que la economía Argentina sería la cuarta del mundo antes de que pasaran veinte años. En 1948 el país tenía más teléfonos que Japón e Italia y más autos que Francia. Inmediatamente después comenzó la decadencia que se terminó de profundizar con el derrocamiento de Illia.
El estadista francés Georges Clamenceau en sus apuntes de viajes advirtió: si bien la palabra “futuro” estaba en todas las bocas, había un exceso de confianza en que nunca se acabaría la riqueza. “El éxito suele perder a las naciones inmaduras”, dictaminó. El filósofo español Ortega y Gasset en la séptima serie de El Espectador (1930) fue más implacable: “Acaso la esencia de la vida argentina es ser promesa”… “cada cual vive desde sus ilusiones como si ellas fuesen ya una realidad. […] En el argentino predomina, como en ningún otro hombre, esa sensación de una vida evaporada sin que se advierta.”
A pesar de los gritos que proclamaban el ingreso en ambas guerras 1914-1918 y 1940-1945, nuestro sabio neutralismo nos valió la voluntad de asimilación técnica e industrial, no nos impidió actuar en la organización de la ONU en 1945 y nos permitió ser el primer país iberoamericano con relaciones diplomáticas y económicas intensas con la entonces URSS en 1946.
En unas viejas enciclopedias gigantes que encontré en la casa de mi abuela había un artículo sobre la Argentina, que anunciaba lo que en aquel momento parecía ser algo razonable: “Por sus recursos naturales, por su posición geográfica, por la educación de sus habitantes, la Argentina está llamada a ser en el año 2000, la única potencia capaz de competir con los Estados Unidos. Quizás pudo haber sido así hasta 1936, después nos llovieron desgracias como a pocos países en la faz de la Tierra. Llevamos la carga y la vergüenza encima de aniquilar en una sola noche (la de “los bastones largos”), en julio de 1966 cincuenta años de investigación científica. Onganía había logrado un milagro nefasto, nos arrancó de la modernidad y nos metió en la prehistoria. Obviamente es un ejemplo de lo nefasto que sucedió en la modernidad de nuestra historia, pero en menos de 30 años nos sucedieron dictaduras, una guerra contra una guerrilla y una potencia, desaparecidos, corrupción salvaje, olvidos, impunidades, indultos. El cambio cultural fue tan profundo, tan grave, que lo mejor que podemos hacer es admitirlo y ver que hacemos con todo aquello. La Argentina “granero del mundo” acabó por tener entonces la estatura intelectual de sus gobernantes, no la de sus hijos dilectos.
¿En qué nos fueron convirtiendo las décadas de autoritarismo desde el golpe de José Félix Uriburu hasta las presidencias de facto posteriores a la Guerra de Malvinas?. ¿Qué permitió la aparición de personajes como Astiz que dijo “¿Hubiera torturado si me hubieran mandado? Si, claro que si (…) Tenía mucho odio adentro”. O jactarse, como su jefe Emilio E. Massera lo hizo en el juicio de 1985: “Me siento responsable pero no me siento culpable”.
En 1929 Ortega y Gasset escribió que “el argentino vive absorto en la atención de su propia imagen. Se mira, se mira sin descanso”. Ojalá fuera cierto. Si nos miráramos de veras, tal vez descubriríamos por qué nos ha pasado todo lo que nos pasó. La oportunidad perdida tras el retorno de la democracia en 1983…
Los argentinos están tan quebrados que ven mal la guerra que les permitió pisar su propio territorio usurpado.
Habíamos reclamado durante siglo y medio. Por fin se produjo: el dos de abril de 1982 nos despertamos pisando el suelo volcánico de nuestras Malvinas después de un ciclo de 16 años de chicanas británicas, desde que se recomendó por aplastante mayoría mundial la correspondiente descolonización. Londres arruinó la posibilidad de paz con el criminal hundimiento del crucero ARA Gral. Belgrano.
Luego de aquel evento, nuestros pilotos navales y de la fuerza aérea conmovieron al mundo con sus proezas sobre las heladas aguas del Atlántico Sur.
En el tema de Malvinas (causa nacional y guerra apoyada unánimente por el pueblo) se patentiza la enfermedad de la hipocresía argentina.
La historia es circular y tiende a las repeticiones. En mi país, las repeticiones son tal vez lo único que nos hace diferentes.
En los noventas, un presidente solía decir que faltaba poco para figurar entre los 20 países más poderosos del mundo, lo que no dijo ese presidente era que para que ello sucediera, Argentina debía multiplicar por cinco su PBN (Producto Bruto Nacional) durante diez años y esperar que países como Dinamarca, Holanda o Bélgica suspendan su crecimiento en ese mismo lapso. Como ya marcaba la historia, la ilusión terminó siendo derrotada por la realidad. Mientras tanto el 60% de las personas adultas pensaban que el país era el más importante de América latina, ignorando que para Europa y EE.UU. la Argentina significaba (y significa) lo mismo que Sudán, Bolivia o Mongolia: un país de territorio gigantesco en el patio trasero de otro país mayor; “down there”, allá abajo, como decía Reagan.
Por aquel entonces ocupábamos el puesto 60 como país productor y como poder económico.
En aquel momento reinaba la globalización neocolonial de mercados abiertos (siempre de Norte a Sur), sistemas financieros y monetarios vigilando internacionalmente a través de premios y castigos del FMI y entidades afines.
Desarme obligatorio aún para los desarmados (Proyecto Cóndor y la Comisión Nacional de Energía Atómica).
Hoy todo es muy distinto a lo mencionado en este escrito, Brasil es la novena potencia económica del mundo y la Argentina uno de los cuatro exportadores agrarios. Tenemos autonomía nuclear (aunque nos reten por esta travesura) y somos capaces de crear armamento misilístico. Tenemos petróleo, acero, inteligencia, sensibilidad, ritmo. Sabemos vivir mejor que muchos supuestos civilizados.
La situación de las políticas neocoloniales conllevaron a una explosión de la economía en el año 2001, con índices de pobrezas jamás visto en estas latitudes y con un desempleo jamás imaginado en nuestra historia.
Un presidente parafraseaba, luego del paso de cuatro presidentes distintos en dos semanas, a Elio Jaguaribe (el mayor sociólogo del Brasil) profiriendo “La Argentina es un país inexorablemente condenado al éxito”. Pero Jaguaribe además enumeró lo que todos sabemos: riqueza territorial, el mar más rico, petróleo, climas, población, raza, talento creativo, vitalismo nacional, nivel de educación. Señaló que incluso tenemos condiciones más favorables que extensas regiones difíciles de Italia, España, Portugal, Grecia y el centro de Europa, que padecen el lastre de una cultura campesina impermeable a la modernización.
Ninguno de esos arrebatos de abundancia son posibles en un país donde todo es incierto: el trabajo de mañana, el salario, el humor de los gobernantes, los ataque de los opositores al gobierno, la carencia de un plan. Emile Durkheim definió al suicida como alguien que siente inseguridad, desasosiego, desencanto y que termina desvalorizando su propio ser, por creer que nada vale la pena ser vivido, que ya no hay felicidad, esperanza de cambio ni amores en un horizonte donde todo pareciera empeorar.
Donde crece el peligro, crece lo que salva dijo el genial Friedrich Hölderlin y ahí nació esta nueva etapa, adulada en los comienzos con la presidencia del presidente denominado como pingüino y destruida con la llegada de su esposa a la presidencia con profundas diferencias de gobierno con respecto al anterior. Hoy se respira un poco de esperanza cuando la oposición no la ahoga con discursos y arcaísmos que se remontan a la década del 50 por momentos. Hoy la Argentina no reniega de su realidad latinoamericana y ya no sueña con ser la Europa de Sudamérica, pero tampoco hay un proyecto a largo plazo, un ideal de país que si vieron los de la generación del 80. Nalé Roxlo decía, sollozamos dentro del Roll-Royce que no sabemos poner en marcha.
Entronizamos como valor la viveza, que sería la hija enana de la inteligencia. Buenos Aires fue siempre su capital, dicta modas, impone frivolidades, arrasando con los últimos bastiones de la discreción criolla. Es la vitrina que difunde nuestra fama de país poco serio, poco confiable y a la vez es también nuestro orgullo, una insólita creación de los confines de occidente.
Ruben Dario escribió par el centenario de la patria:
“¡Hay en la tierra un Argentina!/ He aquí la región del Dorado,/ he aquí el paraíso terrestre,/ he aquí la aventura esperada,/ he aquí el Vellocino de Oro, he aquí el Canaán la preñada”.
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