Había vuelto de trabajar,
tarde, como todos los viernes. Al llegar, toqué su timbre rodeado de otros en
ese marco de bronce. Me hacía la idea de una batalla naval, casillero “C”, piso
9. Tardó un poco en bajar, pero allí estaba, con su sonrisa. El cansancio tenia
su aliciente en aquel gesto tan esperado. La máquina elevadora nos llevó a la
novena cumbre y ella abrió la puerta, dejándome pasar. Desde mi ubicación
observé un lienzo blanco y virgen que dominaba la centralidad de aquel
ambiente.
Irina con su rostro suave, se tiró
inmediatamente en el sofá grís que daba a la ventana, recostada sobre su lado
derecho, sin mediar palabra alguna. Su expresión era relajada, pero con un
toque de melancolía o introspección en su mirada. Sus grandes ojos claros y azules,
se entrecerraron ligeramente, como si estuviera pensativa o descansando,
buscando un mejor momento. Sus pestañas sutiles pero definidas, complementaban
aquella escena.
Me detuve un segundo a
apreciar aquella imagen, su cabello castaño claro, liso, de textura fina, y peinado de manera sencilla, cayendo hacia adelante y cubriendo una parte
de su frente y oreja derecha. Su pelo dividido con una raya al costado, y el
largo suficiente para llegar cerca de su hombro me encantaba. El ángulo en el
que se había recostado hacía que su cabello se viera algo desordenado, pero de
manera natural.
Instantes después, su postura
cambió un poco apoyándose sobre su codo derecho, con la mano parcialmente
cerrada frente a su boca, tocándola levemente. Su remera negra sin mangas dejaba
ver su hombro y eso me gustaba mucho.
—Iru ¿Querés que prepare algo
de comer? -pregunté, tratando de sacarme de encima lo atontado.
—Ajam.. -respondió sin cambiar
de posición.
Me saqué la corbata y colgué
el saco en un perchero que estaba al lado de la puerta. Me desabroché el botón
del cuello de la camisa y me dirigí a la heladera. El panorama fue desolador al
ver lo poco que había.
Me dispuse a realizar un
soliloquio sobre mi día, el trabajo y lo que debía estudiar al día siguiente,
mientras ella se levantó, aparentemente sin escuchar lo que decía. Encendió un
cigarrillo, tomó la paleta y comenzó a poblarla con colores de la infinidad de
pomos que tenía sobre una pequeña mesa.
Desde mi ubicación era
imposible ver lo que hacía, sólo veía como fumaba y con distintos pinceles
intervenía aquel lienzo que estaba de espaldas a mi. No quise invadir aquel
instante de inspiración, por lo que me dediqué a hacer dos omelettes de jamón y
queso con una ensalada de lechuga y tomate. Luego descorché un vino y serví una
copa para ella y otra para mí. Para que no se sintiera invadida, se la dejé
apoyada en la mesa pequeña donde tenía los pomos de pintura.
—Gracias -me dijo con una sonrisa.
Le acaricié la cara y volví a
la preparación de la ensalada, mientras caminaba, le di un sorbo a aquel
Shiraz-Bonarda cosecha 2009. Luego cenamos. Inmediatamente, volvió a lo suyo.
—¿Por qué siempre usas trajes
grises? -me preguntó mientras me miraba.
—¿Siempre? Sólo tengo dos, el
otro es negro, uno es beige y después queda el que es medio verdoso -respondí
con una sonrisa.
—Pero el gris de hoy es tu
favorito ¿No? -insistió mientras miraba el saco colgado.
—Si, es probable… si… ahora
que lo decís, si, es mi favorito -respondí dubitativo, sin dejar de hacer lo
mío.
—El hombre de traje gris…
-agregó, encendiendo otro cigarrillo y tomando un poco de vino.
—Como la canción de Sabina -agregué.
Mientras seguía inmersa en su
mundo, yo no dejaba de pensar en todo lo que debía hacer el fin de semana. Por
un momento, me acerqué a la ventana de la cocina y miré al horizonte. El ruido
de la calle iba disminuyendo y la sucesión infinita de edificios iba apagando
de a poco sus luces.
Todos van a descansar, pensé.
Aproveché para ir al baño y al
regresar, sonaba un disco de Silvio Rodríguez. Pasé por su lado sin mirar aquel
lienzo. Algo me lo impedía, una voz interna me sugería que no cayera en la tentación.
Después de todo era su momento, su arte, su creación; y conociéndome, terminaría
sugiriendo algo o realizando alguna apreciación. Luego quedé hipnotizado con el
brillo de aquel filamento de tungsteno que brindaba incandescencia demandando
40 Watt. Me tiré en el sillón, a fumar y beber vino, pero el sueño me ganó la
pulseada.
Amanecí abrazado a ella. Miré
la hora y se me estaba haciendo tarde para ir a estudiar. La idea de cruzar la
ciudad a toda velocidad un sábado por la mañana no me gustaba mucho.
—Me pego una ducha y me voy Iru
¿Me hacés un café? -le pregunté mientras le di un beso en el cuello.
—Buen día -respondió con una
sonrisa- Dale, ya lo preparo.
Cuando salí, tenía el café
preparado y un regalo sobre la mesa.
—Espero que te guste -me dijo
mientras me abrazó y me dio un beso – No lo abras hasta llegar a tu casa.
—Pero no me voy a aguantar
tanto tiempo -le respondí sorprendido.
Apuré el café y nos despedimos
con uno de los besos más hermosos que me dieron jamás. Sus labios finos y
dulces, me hicieron olvidarme de todo por un instante.
Al llegar a casa, luego del largo día, no podía
creer lo que veía. Era la primera vez que me habían retratado… era la primera
vez que era arte… tiempo después me regaló una canción que de alguna forma
marcó mi vida, pero eso se los contaré en otra ocasión.