"Cuando
la muerte sea, yo ya no seré.
Y mientras
no sea, yo soy".
Marco
Aurelio.
No es novedad para muchos advertir que
soy un tipo más bien triste, pero en esa tristeza convive una gran alegría
diaria, que no tiene nada que ver con esto que escribo. Mi tristeza más grande
proviene de mi presentimiento de mortalidad, pero se acentúa mucho más,
principalmente si pienso que eso mismo le va a ocurrir a la gente que más
amo. Mi convivencia con la muerte
últimamente se dio con mayor frecuencia, y de algún modo, me descubro/redescubro
más aterrado que nunca y también reflexivo al respecto.
Mi pelea con la religión y la fé,
inició bien temprano, fue cuando no pude hacer catecismo en la iglesia del
centro de Lugano. Deseaba hacerlo junto a mis amigos de la escuela primaria, pero
no pude porque no me correspondía esa iglesia a la dirección de mi casa. El
cura trató de justificarlo con mil argumentos ante mi planteo de que Dios no
administraba sus sacramentos discriminando domicilios, ya que todas eran la
casa de él. Fue en vano cualquier
planteo de mi parte.
Desde hace un buen tiempo que estoy
buscando una esperanza. Me reconozco en mi soledad como cansado y aburrido en
la búsqueda de algo que me complete la idea de que existo para algo. Me cuesta
entender que todo esto no tenga otro final posible. Que la sucesión de días y
el adquirir cierta complejidad, resulte en el mismo final, aún para aquellos
que se adaptaron, los que se conformaron, los que advirtieron algo más o los que
sólo siguieron, todos terminamos igual, todos terminamos en el mismo lado. No
es que me moleste, cada uno elije su camino con las herramientas, pertinencia o
sabiduría que le toca, pero…
Quizás, en el desatino esté refugiada,
o tal vez oculta, la esperanza. Pensalo bien, pasan tantas cosas que no
entendemos, tantas cosas que nos parecen tan extrañas, que, a lo mejor, esa
verdad que buscamos (o busco), quizás es más extraña que lo que pensamos, y a
lo mejor, en esa locura, en ese desatino, existe un punto de salvación para
nosotros. Puede ser que aún me faltan herramientas para rastrear al desatino.
Siendo más pibe, tenía más fé, pero
cuando más leía para acrecentar mi fé, más sentía que se me escapaba. La
adolescencia fue, sin lugar a dudas, el momento en donde toda esperanza comenzó
a migrar hacia otros territorios, más lejanos a aquella fé, más huérfano de esperanzas
y con un fuerte sesgo de realidad.
Te lo juro, a vos que lees esto, de
manera desesperada, yo deseo que la vida no sea más que un relámpago efímero,
que apenas brilla en una noche, te lo digo desde el dolor más profundo de mi
corazón, ya sabés que yo no creo en un Dios, pero en el fondo, indecible o
inconfesable, lo deseo… o lo que es mejor, anhelo de algún modo a nuestra
trascendencia, o permanencia en algún lugar, si quiero ser más modesto. Yo
deseo con todo mi ser que el universo tenga un sentido y que nosotros seamos
parte de ese sentido, cosa que no creo... o creo cada vez menos… o mejor dicho,
me gustaría creerlo...
Un amigo me dice que la solución es
tener fé, como si uno fuera a dar un paso en un acantilado y no caer por efecto
de esa fé. Yo no quiero eso, si aquello en lo que tengo fé, no existe ¿De qué
me sirve la fé? ¡Yo no quiero fé! ¡Yo quiero a Dios! Quiero que exista, o que
exista algo y que en esa existencia esté mi justificación en el universo. No
quiero creer en eso, quiero eso. Casi como un capricho infantil, o un enojo
adolescente.
No es lo mismo creer en una mujer que
a uno le gusta… el asunto es que exista esa mujer, que esté conmigo, que nos
relacionemos de alguna manera.
¡Ojalá Dios exista aunque yo no crea
en él!
Esta mañana se rieron los fantasmas del
pasado y observándome en el derrotismo, me regalaron este insomnio, donde ya
nada importa, el juego es así, no logro controlarme, la tristeza camina por la
mente y descansa en el corazón.
Soñaré en el día que nos vimos por primera
vez, voy a guardar el recuerdo del amor puro e inocente, regalo de la vida y de
la mente.