Hacía rato que no pisaba el correo, tanto que ya no recordaba como era estar ahí, un vago recuerdo de una tarjeta QSL enviada a alguien de quien no me acuerdo, era la imagen fugaz del momento que oportunamente le comenté a mi primo el segundo, el menor, que con muy buena predisposición se copó y me acompañó hasta el centro de Lugano; a aquella oficina postal que se encuentra en la calle de boulevard que tiene por nombre Av. Riestra.
La misión era simple, al menos en apariencia, consistía en enviar un giro postal de $140 para participar en un certamen del cual fueron seleccionados algunos escritos que compartí con ustedes en su momento y que a criterio de los jueces, merecieron ser seleccionados como finalistas y publicados en una antología de la editorial que organizó dicho certamen. Pero hete aquí que no todo es como uno lo planea, en teoría el trámite no debía durar más de 10 minutos, pero amargo fue nuestro desengaño cuando entramos a la oficina de correo y observamos el pandemónium. Mi primo el segundo, el menor, atinó a salir por donde entró pero una acción evasiva de mi parte fue suficiente para aniquilar su intento.
Sin sacar turno y ante la mirada acusadora de jefes que pedían telegramas de despido y los improperios de un grupo de muchachos que sólo habían ido a comprar estampillas, nos colamos en la fila y apuntamos a la ventanilla número 3 que era atendida por un muchacho cuya expresión facial pedía a gritos irse de aquel nefasto lugar. La cuestión es que lo encaramos y le pedimos un formulario para realizar el giro postal. De inmediato y con desdén, nos dió el formulario. Los insultos seguían cuando mi primo volvió a la ventanilla a pedir una birome para llenar aquella hoja.
Completamente perdido, me enfoqué en observar la hoja en blanco, con tantos campos por llenar como dudas al respecto. Mejor empezar por lo más simple, nombre y apellido aclararán futuros pasos, pensé en voz alta mientras mi primo el segundo, el menor, asentía con la cabeza, confirmando de esta manera mi proceder sistemático. Y si pensaba que con ese proceder llegaría al podio de las ideas por venir, errado fue mi pensar, no fue así, por lo que, después de algunos minutos sin aportar nada productivo a aquella empresa, decidimos llevar la ignorancia ante alguien “preparado ante esas circunstancias”. La ayuda no fue tal, ya que la cara del empleado comunicaba un ingrato “NO ESTOY CON GANAS DE TRABAJAR”. Al consultarle nos dió vagas instrucciones y descifrados de aquel formulario tedioso, llenos de chicanas postales, jeroglíficos y con formulaciones que en vez de ayudar a la comprensión, hacían transitar las dudas del que lo llena en un laberinto de sospechas y profundos pensamientos de errares. Pese a eso y tras varias vacilaciones a la hora de finalizar los ítems en blanco, con una expresión de duda y temiendo que todo esté mal, nos apersonamos nuevamente a la ventanilla del empleado “simpático”.
-Está todo bien, dijo. ¿Tenés sobre?.
-No, no tengo, pensé que acá iba a haber. Respondí anonadado.
-En este momento no nos queda ninguno, recién van a traer la semana que viene. Profirió el empleado postal.
Pero che, ¿Cómo puede ser que no haya sobres de más en una oficina de correo?. Pensé mientras mi primo el segundo, el menor, dijo:
-A comprar entonces…
Pocas veces sucede que la Avenida Riestra tenga un tránsito tan molesto como el de aquel día, el viento que corría se veía acelerado por las variaciones de presión, provocando corrientes convectivas que es mejor ni contar para no ahondar en detalles superfluos. Cruzada la avenida, sólo restaba atravesar la calle Murguiondo para entrar en la librería que se encontraba en frente nuestro.
Al ingresar al lugar otra grata sorpresa, era un mundo de gente, parecía que todos se habían puesto de acuerdo en ir a comprar a la misma hora… cosas de todos los días… dame 50 cm. de goma eva, ¿cuánto sale el papel crepé?, ¿tenés cuadernos rayados?, eran preguntas habituales de escuchar con cierta frecuencia.
Mi primo, el segundo, el menor, salió a fumar un cigarrillo reparado de la pequeña llovizna bajo el alero que tenía en el frente aquel local, mientras tanto yo hacía rigurosa cola, observando el reloj de pared y temiendo que cierre la oficina de correo. Finalizado el cigarrillo mi primo ingresó y yo todavía estaba sin atender, en un afán imperioso y solemne, mi primo el segundo, el menor, le preguntó a la señora que atendía si tenía sobres, ella contestó que si, y preguntó de que tamaño lo deseábamos. El furgón de las dudas nos llevó a dar un paseo, mientras una señora vociferaba a un tipo de 30 años que nos habíamos colado.
-Es para hacer un giro postal, respondí en un ataque de iluminación.
-Este te va a servir, son 50 centavos, me dijo la vendedora.
Pagamos y dejamos atrás un mundo de discusiones y entreveros entre los clientes y la vendedora por que nos habíamos “colado”, les aclaro (a todo aquel lector) que todo es relativo, ya que la vendedora ponderó nuestra necesidad de lograr nuestra misión y enviar ese giro postal, ¡que joder!.
Repetimos la operación de cruzar ambas calles y llegar al correo, que ahora estaba abarrotado de gente que aprovechó hasta último momento para hacer giros, envíos y encomiendas a todo tipo de lugares insólitos. Pasamos entre ellos como pudimos, volvimos a la ventanilla 3, entregamos el sobre y los $140, mientras se empezaba a notar el enojo de la gente por nuestra intromisión en ese puesto y el ambiente comenzaba a ganar temperatura.
-¿La querés certificada la carta?, preguntó con toda la pereza el flaco de la ventanilla.
-Quiero mandarla y ya. ¿Qué me recomendás?.
-Que sea certificada, respondió.
-Dale, hacé así.
Cinco minutos después el trámite estaba hecho, cuando un tipo se acercó a la ventanilla y golpeó el mostrador, la gente se peleaba entre si, una viejita lloraba, los papeles llovían por doquier en esa oficina… eso lo sabemos mi primo el segundo, el menor y yo, por que pudimos escapar y pasamos con el auto nuevamente por la oficina de correo cuando emprendíamos el camino de regreso a casa.
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